Albert tenía quince años y Elisa catorce cuando se
conocieron.
Fue en el parque que se alzaba junto al río. Él caminaba por
uno de los senderos cuando ella, al cruzarse, se cayó por culpa de una rama
perdida.
Se miraron. La levantó con delicadeza.
–Te has hecho daño.
–No.
Y desde entonces fueron inseparables.
Nadie en aquel pueblo perdido entre las sierras del interior
ha conocido amor semejante. Estudiaron. Se forjaron un porvenir sencillo.
Lucharon juntos. Se casaron. No tuvieron hijos. Fueron felices en los gozos y
supieron salir juntos de las adversidades. Se amaron con locura, sin descanso, hasta
el extremo.
Y así vieron pasar los años por el horizonte de sus vidas.
Envejecieron juntos.
Albert cumplió los setenta y siete. Elisa un año menos. Como
fue siempre. Y comenzó a poner el invierno su manto de escarcha más allá de sus
corazones. Más hielo en el de ella que apenas si podía subir las escaleras sin
ahogarse. Celebraron el cumpleaños. Ella tuvo la paciencia de poner once veces
siete velas. Y le hizo soplar. Pide un deseo. Él la miró con esa ternura propia
de quien nunca amó a nadie más que a ella. Y pidió un deseo. Después sopló. Y
entonces quitó una vela y tuvo la paciencia de volver a encenderlas todas. Y
ahora el deseo has de pedirlo tú. Y ella, tímida, soltando una pequeña
carcajada, lo miró como con disimulo, y sintió que en su alma, siempre inocente,
como la que llevaba dentro aquella niña del parque, había un enjambre de
mariposas. Y pidió el deseo y sopló.
–Lo mismo que tú.
–¿Y cómo sabes tú lo que yo he pedido?
–Porque te he amado tanto, te amo tanto que desde que te
conocí yo no soy yo, sino tú.
Y dándose la mano salieron al jardín desde donde se veía la
caída del sol en la tarde más honda del invierno.
–¿Tú crees que se cumplirá nuestro deseo?
–Se tiene que cumplir. Pues si hemos sido el uno para el
otro en esta vida, igual lo hemos de ser en la muerte que nos espera. Sólo es
cuestión de lugar.
–¿Y después?
–Pues lo mismo. Seguiremos juntos en la otra.
Y apenas pasaron unas pocas semanas, Elisa dio el salto y se
perdió por los campos invisibles. Albert, se quedó en espera por cinco meses
más. Después alzó sus sueños doloridos y se fue siguiendo la estela
transparente que ella le había dejado.
Pero cuando llegó a la nueva ciudad, a la nueva dimensión, todo
lo había olvidado. Los dueños de ese territorio provocan la amnesia antes de
que puedas pasar. Y de ese modo, nada más comenzó a caminar por entre las
flores, los almendros y los granados…, se cruzó con ella..., y, aunque se
miraron, ni adiós se dijeron.
Sobre la copa de uno de los árboles dos niños con alas
diferentes observaban. Eran dos seres extraños, uno vestido de lluvia y otro de
estrellas, que andaban en apuesta a ver quién tenía razón acerca de si el amor
es eterno o no.
–He ganado –habló el de rostro más frío.
Y nada más decirlo, escucharon un…
–¿Te has hecho daño?
–No.
He ganado yo, concluyó, sonriente, el que llevaba en sus
ojos la luz de la hermosura.
No hay comentarios:
Publicar un comentario