
Y tanta es la ceguera y tanto el odio que hasta el Fútbol Club
Barcelona, toda una institución admirada, querida y seguida por muchas generaciones
de España y del mundo entero, se ha contaminado hasta el límite y ha dejado de
pensar deportivamente para convertirse en un mero campo de batalla lleno de
soldados adoctrinados que con cánticos, banderas, pancartas y consignas
bombardean todas las zonas que no son de su circunscripción egoísta, engreída y
particular.
Ya no se va al campo de juego a disfrutar de la belleza del
fútbol, ni a gozar de los goles de sus grandes jugadores, ni de las maravillas
del genial Messi… Se va para pedir independencia, para gritar desprecios, para exigir
no sé qué libertad cuando están ebrios de tenerla, para mostrar bufandas con
los colores de lo que es injusto y obsceno, como si no hubiera estado de
derecho, como si los jueces tuvieran que rendirse a sus gustos y deseos, como
si aquí se pudiera hacer lo que ellos crean conveniente; algo, por cierto a lo
que se han acostumbrado por culpa también de otros políticos permisivos y
vulgares que por no querer problemas y disfrutar de las poltronas se lo han
permitido.

De ahí que últimamente sean pocos los pequeños que juegan en
las calles fuera de Cataluña con la camiseta roja y azul, como son pocos los
niños que gritan Barça, Barça, Barça, como son pocos los niños que piden ir a
visitar el Nou Camp… Ya son pocos, porque el resto, muchos miles de miles de chavales
y no tan chavales que llevan grabado en las entrañas el escudo con la cruz de
San Jorge y el balón con la forma antigua se han retirado a sus refugios de
invierno porque sienten vergüenza de confesarlo, de declararse seguidores
suyos, de decir que son parte de ese club que ahora les anda negando el pan y
la sal por culpa de una locura que ha convertido el deporte en simple política,
en mera política, en sucia política.
Malditos los dirigentes que han causado este daño.
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