Es una pena. La ruptura social que han creado los políticos
mediocres y corruptos en Cataluña es tan grave que las heridas sangrarán por
muchos años o puede que por muchos siglos. Ahí se han dividido familias
enteras. Ahí se han levantado padres contra hijos. Ahí muchos vecinos han retirado
el saludo a vecinos y hasta amigos de toda la vida han dejado de serlo para siempre. Las cizañas han llegado a ser tan altas como venenosas. Tanto que hasta
hay sacerdotes que han expulsados de sus templos a quienes no se han dejado
arrastrar por la droga de la demencia que resquebraja y parte. Tanto que hasta incluso
algún obispo lumbreras ha perdido el juicio y se ha declarado partidario de la revolución
que aísla, fracciona y trocea las almas en lugar de luchar por la universalidad
del reino en el que todos somos hermanos en un mismo Dios, sin fronteras, ni diferencias
ni discriminaciones.
Y tanta es la ceguera y tanto el odio que hasta el Fútbol Club
Barcelona, toda una institución admirada, querida y seguida por muchas generaciones
de España y del mundo entero, se ha contaminado hasta el límite y ha dejado de
pensar deportivamente para convertirse en un mero campo de batalla lleno de
soldados adoctrinados que con cánticos, banderas, pancartas y consignas
bombardean todas las zonas que no son de su circunscripción egoísta, engreída y
particular.
Ya no se va al campo de juego a disfrutar de la belleza del
fútbol, ni a gozar de los goles de sus grandes jugadores, ni de las maravillas
del genial Messi… Se va para pedir independencia, para gritar desprecios, para exigir
no sé qué libertad cuando están ebrios de tenerla, para mostrar bufandas con
los colores de lo que es injusto y obsceno, como si no hubiera estado de
derecho, como si los jueces tuvieran que rendirse a sus gustos y deseos, como
si aquí se pudiera hacer lo que ellos crean conveniente; algo, por cierto a lo
que se han acostumbrado por culpa también de otros políticos permisivos y
vulgares que por no querer problemas y disfrutar de las poltronas se lo han
permitido.
Millones de mayores, de jóvenes y, sobre todo, de niños que
han amado los colores blaugrana andan hoy en día errantes, como verdaderos
exiliados, tristes por los territorios del deporte rey. Su razón, cada vez que
ahora ven un partido en el que juega su Barça querido, le pide ir contra él,
porque se sienten despreciados y expulsados de su círculo de historia, porque perciben
que ya no son admitidos por los dueños y su masa social, porque notan que no
los consideran de los suyos, porque ven con claridad que quieren separarse de
ellos…, pero sin embargo, algo muy dentro, como una fuerza incontenida, no
puede dejar de hacerle desear que marque, que gane, que venza…, porque lo que
se ama una vez con la limpieza del corazón no puede convertirse de repente en
odio por más que vengan a enmierdar la sangre que lo riega.
De ahí que últimamente sean pocos los pequeños que juegan en
las calles fuera de Cataluña con la camiseta roja y azul, como son pocos los
niños que gritan Barça, Barça, Barça, como son pocos los niños que piden ir a
visitar el Nou Camp… Ya son pocos, porque el resto, muchos miles de miles de chavales
y no tan chavales que llevan grabado en las entrañas el escudo con la cruz de
San Jorge y el balón con la forma antigua se han retirado a sus refugios de
invierno porque sienten vergüenza de confesarlo, de declararse seguidores
suyos, de decir que son parte de ese club que ahora les anda negando el pan y
la sal por culpa de una locura que ha convertido el deporte en simple política,
en mera política, en sucia política.
Malditos los dirigentes que han causado este daño.
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