¿Pero de qué nos las damos? En realidad, ¿quiénes somos?, ¿qué
sabemos? Ya lo decía Newton: “Lo que sabemos es una gota de agua, lo que
ignoramos es el océano”. Ignorantes, pues, todos.
Pero hay ignorantes e ignorantes. Ignorantes que aceptan su
ignorancia y son conscientes de ella. Son ésos que van por la vida sin dárselas
de nada, en humildad, multiplicando lo mejor que pueden los talentos recibidos,
sin pizca de altivez pese a dejar campos repletos de espigas y de frutos. E
ignorantes que creen ser algo, mucho, demasiado, vanidosos y engreídos,
soberbios, que se las dan de ilustrados, de genios en la senda del triunfo, y
si fracasan nunca tienen la culpa, la culpa la tienen los otros que son unos
ignorantes que no entienden sus ideas, su creatividad, su grandeza, su arte...
Se sienten superiores y miran por encima del hombro.
El mundo está repleto de ignorantes. Ignorantes científicos,
artistas, profesores, periodistas, escritores, comerciantes, artesanos,
barrenderos… Ignorantes en todos los estamentos y clases sociales. Ignorantes
millonarios e ignorantes en la ruina. Ignorantes con estudios y sin estudios. Ignorantes
por todas las plazas y calles, por todas las ciudades, por todas las naciones.
Ignorantes atrevidos, pillos, pícaros…, como ésos que tan de moda están yendo a
contracorriente y diciendo, por ejemplo, que la Tierra no es esférica, sino
plana.
Estamos rodeados de ignorantes y a la vez con nuestra
ignorancia rodeamos a los demás. Nadie se salva. Nadie, en el fondo, sabe nada.
En todo caso, sabemos, como mucho, un poco de alguna cosa, una milésima porción
de esa gota de agua del océano de la que tenemos conocimiento. Lo demás son
fábulas. Lo malo es que la inmensa mayoría de los ignorantes no son conscientes
de su propia ignorancia, es más, no pocos están convencidos de que ellos son doctos
y eruditos.
De ahí esos ignorantes que hablan de todo y en todas partes.
Ignorantes que siempre creen llevar la razón. Y los peores: ignorantes mediocres
y bobos, analfabetos que, por más luz que se les viene a los ojos, por más que
se les diga, no quieren quitarse la venda de la total ignorancia. Siempre
encuentran una puerta para salirse con la suya.
Como aquel niño de la clase que se dirige a la maestra
diciéndole: “Seño, el Grabiel me ha quitado la goma”. La maestra, entonces, le
corrige: “No se llama Grabiel, sino Gabriel. A lo que responde el alumno con no
poca autosuficiencia: “Sí, como que lo vas a saber tú mejor que su mama”.
Pues eso, ignorantes todos.
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