Solo hace falta estar unos días
fuera de España para comprender lo grande que es.
Desde la distancia, con la
perspectiva que ofrece la lejanía, uno se da cuenta de que tenemos un
territorio mágico y valiosísimo. Y es que somos ricos en monumentos, paisajes,
playas, montañas, ríos… Excepcionales en medicina e inventiva… Potentes en gastronomía
y productos alimentarios. Geniales en arte, pintura, literatura, poesía,
arquitectura, escultura, moda… Maravillosas nuestras fiestas, ferias, semanas
santas, carnavales, romerías… Únicos en alegría, color, cante, baile, folclore…
Originales en formas de expresarnos, de sentir, de gozar, de vestir, de saber
vivir la vida… Competitivos en toda clase de deportes… Y herederos de una
Historia gloriosa y sorprendente que nos hizo incluso ser la nación más
poderosa de la tierra.
No tenemos, pues, pese a errores
y desaciertos cometidos, como todos los países, de qué avergonzarnos. Ser
español debería ser un orgullo, un gran orgullo. Muchos extranjeros nos miran
con cierta envidia. Nada más saber que venimos de la piel de toro, suspiran y nos
hacen saber que darían cualquier cosa por visitar este territorio único y
asombroso, y si ya lo han hecho, confiesan que sueñan una y otra vez con volver
a visitarlo.
Sin embargo, nosotros, movidos
por extraños complejos, nos avergonzamos de nuestra bandera, pitamos nuestro
himno, despreciamos nuestro escudo, desdeñamos nuestros emblemas, subestimamos
nuestros logros e idiosincrasia, despotricamos de nuestro pasado, pretendemos
destruir nuestros valores, buscamos dividirnos, separarnos, resquebrajarnos…
Y todo porque lanzaron sobre nuestro
proceder, desde lugares lejanos, leyendas negras, tan ficticias como injustas,
que fuimos los primeros en creer. Porque hemos tenido mala suerte con nuestros
gobernantes y dirigentes. Muchos de ellos buscavidas, aprovechados, asquerosos
corruptos, demagogos, populistas, penosos políticos sin clase ni formación ni
ideales de altura. Falsos como una moneda de barro. Y porque nos mueve un ridículo
coraje de querer ser importantes sin excesiva dificultad.
Y una última, la peor de todas,
la de ser cainitas. Nos gusta levantar para destruir. Nos congratula
regodearnos en la porquería. Nos va la picaresca, la pelea, el revanchismo, el
odio… Nos cansamos de nosotros mismos. Nos encanta poner etiquetas, ridiculizar
al otro, regalar insultos y despreciar a quien no piensan como yo pienso. Creemos
que progresar es acabar con lo que hay, sea lo que sea, valga lo que valga. Nos
recreamos más en lo malo que en lo bueno. Nos mueve el resentimiento. Nos
cuesta perdonar. Nos contenta autodestruirnos. Nos complace remover las
heridas. De ahí que, pese a una transición ejemplar y modélica, y llevar ya
cuarenta años de democracia, no salgamos de la guerra civil y del franquismo,
alimentados desde numerosas plataformas, en especial el cine y la literatura
donde siempre los de un bando son los buenos. De ahí también que busquemos
cambiar el pasado y nos pongamos las gafas monoculares con las que ver solo el
color que interesa. De ahí esa horrible cizaña levantada en muchos corazones y tan
difícil ya de cercenar.
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