Desde siempre, los seres humanos han considerado necesario establecer unos valores que favorecieran la convivencia y los hicieran alejarse del mundo de la animalidad, hasta el punto, no hace tanto, de constituirse una sociedad basada en el exagerado refinamiento y pulcritud, sobre todo en las altas esferas, a las que, a su modo, intentaban imitar también los menos pudientes.
Aún recuerdo las enseñanzas recibidas en mi casa de niño, donde no había riqueza material alguna. Cómo sentarse a la mesa, cómo usar los cubiertos, cómo comportarse en la calle, en la escuela, con los vecinos, en los medios de transporte… Esto no se hace, esto no se dice, esto no se coge… Tienes que ser bueno, cumplidor, veraz, amable, servicial… En definitiva, pobres pero honrados.
Hace unos días en la sala de espera de un hospital llegó un hombre mayor con su esposa. Ella estaba pálida, mareada, respirando con dificultad, con un pañuelo en la boca en el que se entreveía ciertas manchas rojas. El hombre se acercó y se dirigió al funcionario de turno. Por favor, señor, perdone las molestias, le ruego que en cuanto sea posible atiendan ustedes a mi mujer que esta muy enferma, la pobre. El funcionario, un ser como un armario, con ojos de lagartija, ni respondió. Sólo hizo un gesto con la cabeza como afirmando mientras mascaba chicle. Y así pasaron, y no exagero, más de dos horas. Hasta que llegó un vocinglero maleducado con un niño que se había torcido el pie. Oye, dile al médico que salga y vea a mi niño que tiene el pie hinchado como una bota. Espere ahí y ya lo llamaremos. ¿Pero qué dices? ¿Que espere a qué? Que salga el médico, coño, que sois todos unos vagos cuentistas. ¿No pago yo mis impuestos? Pues entonces. ¡Porque es que si le pasara algo a mi Cristóbal le pego fuego al hospital entero! Y atendido al instante.
Luego están los comerciales. Importunando cualquier hora de todos los días. La amabilidad de quien responde, para ellos, es señal de mayor acoso e insistencia, solo una grosería puede poner punto final.
Y así, miles de casos. Una lucha constante. Todos con las uñas afiladas. No hay claridad, no hay delicadeza, no hay consideración. Nadie dice que no a lo que no quiere hacer, te da largas, te cansa, te aburre. Nadie es claro, tienes que interpretar los gestos, las palabras, la mirada. Y a tanto hemos llegado que nadie se fía de nadie, ni nadie quiere saber nada de nadie. Los malos modales, los insultos, los desprecios están a la orden del día.
Último caso vivido. En el aeropuerto de Madrid, al ir a pagar el parking, me indica la máquina, después de introducir el tique, que no admite billetes. En el cajero adjunto, un señor paga su estacionamiento. Por favor, señor, ¿tendría usted cambio de cinco euros? Ni se inmutó. Como creí que no me había escuchado, insistí. Es que como solo admite monedas y solo tengo este billete… ¿No tendría usted cambio, por favor? Recogió su tique y unas monedillas que habían caído y se marchó sin mirarme siquiera, mostrándome una indiferencia absoluta, hablándole a su perro. Vamos, José Luis, bonito, que nos está esperando la mami.
Y helo ahí, los perros por encima de las personas. Los animales tienen preferencia. A eso nos está llevado la nueva educación. Hasta que nos precipitemos por el abismo de la estupidez y la barbarie.
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