Uno de los momentos más tristes del año es cuando, pasado el día de Reyes, desmontamos el belén y el árbol de Navidad. Es como si en cada figurita o adorno que guardamos, dejásemos trozos de nuestro propio corazón, consolándonos solo la idea de que así que pasen once meses los volveremos a sacar del rincón donde ahora los vamos a guardar con serena nostalgia.
Pero once meses es mucho, son más de trescientos treinta días. Y también es poco, apenas unas cuarenta y ocho semanas. Pero lo suficiente como para que pasen demasiadas cosas.
Lo que nos depara cada año que volvemos a empezar es tanto que si nos dijeran de golpe todo lo que nos va a suceder enloqueceríamos. Porque desde hoy hasta la próxima Navidad hay un espacio a recorrer que nos traerá, inevitablemente, éxitos, alegrías y gozos…, pero también nos obsequiará con llantos, enfermedades, miedos, enfrentamientos, desamores, fracasos y muertes…
Nos toca vivir lo que nos toque, no hay manera de evitarlo. Allá donde estemos o seamos, sucederán hechos que nos atañen. No hay más que volver la mirada atrás y comprobar lo que nos ha deparado el año que se nos ha ido.
A lo largo de ese tiempo hemos vivido sobre el carrusel de los altibajos amplificados por la pandemia dichosa y criminal. No obstante, nos hemos divertido y nos hemos dolido, demasiadas veces olvidando lo que somos y lo que seremos, como si este estar fuera algo infinito, como si esta maleta que nos forma no se rompiera nunca y nos permitiera llenarla hasta el máximo de ambiciones y riquezas materiales. Como si morir solo fuera para los otros.
Existir es tan hermoso que ciega. Llegar aquí, abrir los ojos y contemplar tanta belleza, sentir la magia que nos envuelve, apreciar que el barro que nos forma es capaz de pensar, crear, soñar… es tan grandioso que conmueve y alucina. Y en tal medida que nos creemos héroes poderosos cuando no dioses inmortales. Y en lugar de buscar los modos de convivir en paz, de amarnos los unos a los otros, de compartir el pan y la sal, de darnos las manos para cruzar todos los ríos que nos salgan al paso…, nos dedicamos a engordar el egoísmo, sembrar cizañas que nos amargan y dividen, sembrar el odio, y realizar la medida de todas las cosas con el patrón de mi yo.
Y qué pena. Porque después de todo no somos otra cosa que levedad, humo efímero, gota de lluvia en el desierto de las horas. Apenas una pequeña chispa que brota de un pasado infinito que choca con un infinito futuro y brilla en un espacio medible dentro de un tiempo de relojes.
Y es que la vida no es otra cosa que un patio de recreo en el que alguien, tras un descanso infinito, nos despierta para dejarnos salir, y donde jugamos, disputamos y nos entretenemos, sabiendo que, en cualquier momento, más tarde o más temprano, nos llamará ese alguien para entrar de nuevo en el dormitorio del silencio y volver a descansar por siempre.
Tal vez hasta puede que tras ese descanso por siempre no haya más que descanso en paz. O puede que haya un nuevo despertar inenarrable. O, como expuso Nietzsche, un regreso, un eterno retorno. Un volver a nacer y un volver a morir, un volver al recreo para que se repita idénticamente lo vivido.
Pero esto último solo queda como deseo para el “superhombre”, para quien se ha elevado sobre sí mismo y ha descubierto, feliz, el fascinante misterio que oculta el hecho de vivir, de tal manera que desearía regresar una y mil veces, infinitas… para vivir lo vivido.
Desmonto el belén y el árbol de Navidad y pienso en todo esto mientras lo hago. Y como no llego a ninguna conclusión absoluta, me quedo con la ilusión de volver a montarlo con alegría dentro de once meses. A cierta edad uno empieza a no ambicionar demasiadas cosas… Y que sea lo que Dios quiera.
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