Regreso de vacaciones.
Las maletas repletas de compras.
La piel bronceada.
El estómago destrozado de excesos.
La carne tatuada de lámparas nocturnas.
Entrar en la casa es un golpe traidor
en la conciencia.
Las pocas macetas de la entrada
se han secado.
Y hasta encuentro telarañas
en el rincón del portal.
Hay que volver a la rutina,
me digo, casi con lágrimas en los ojos.
Bebo un sorbo de agua
que sabe a tierra añeja.
Abro la nevera y allí encuentro
una lata sin nombre y sin destino.
Miro el móvil y busco una foto
donde me veo en la orilla de una historia.
Y la comparto en las redes
para que rabien de rabia los que me conocen.
Finalmente me siento cansado (cansada)
en el sillón del salón que necesita una limpieza.
Hay hormigas por la cocina.
Y una salamanquesa detrás del farol de la terraza.
Estoy triste y deprimido (deprimida).
Busco un antidepresivo, un ansiolítico,
cualquier cosa que me alivie el llanto y el temblor.
Y no lo entiendo. ¿Cómo puedo hallarme así
después de tanto esparcimiento y diversión?
Ya sé:
se fue de vacaciones una parte de mí.
La otra, la más importante,
la dejé en la nevera junto a la lata de conservas.
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