Aumentan los robos.
En ciudades y pueblos hay un aumento considerable de
hurtos. El empobrecimiento de la población, la galopante inflación, la mala
educación que se fomenta, la ley del mínimo esfuerzo que impera, el deseo de
ganar dinero sin esfuerzo, la ausencia clamorosa de valores, la inmoralidad
reinante, las leyes favorecedoras para con el que delinque y el mal
funcionamiento y desprestigio de la justicia hacen que cada vez más personas se
vean abocadas a introducirse en propiedades privadas y con más o menos
violencia, sin estar o incluso estando los dueños, llevarse cuanto de valor
encuentran a su paso para beneficio personal.
Y así aparecen raperos y mangantes que al menor
descuido te roban la cartera, el móvil, el bolso, el reloj, la maleta…, o lo
que se les ponga en el camino y que puedan darles alguna ganancia.
Pero lo peor es cuando los ladrones se constituyen en
bandas estructuradas capaces de asaltar viviendas y sin ningún escrúpulo arrasar
con cuanto allí hay, ocasionando, no ya el que se lleven algún que otro collar,
sortija o pulsera que puedan tener los propietarios, sino el tremendo destrozo
que dejan al paso, como un asalto de bárbaros al mando de Atila para que donde
pisan ya no vuelva a crecer la hierba.
Y por ello, estas bandas ciegas de odio y ambición,
sin conciencia, sin miramientos, sin misericordia, son terribles. Perfectamente
organizadas, tras estudiar las viviendas, ser avisados e informados por
compinches que trabajan allí, o se mueven cerca, saber quiénes las habitan, cuáles
son sus costumbres, qué estatus presentan, cuándo no están…, dan el golpe.
Y así, hace unos días, a un matrimonio cercano y
familiar mío le han dado un golpe que los ha dejado hundidos, y más que
económicamente, anímicamente. Resulta que el marido, ingresado en el hospital
de suma gravedad, mientras era intervenido a vida o muerte, y la esposa esperaba
impaciente en la sala los resultados, los viles cacos forzaron la puerta de
entrada y arrasaron con todo. Abrieron cajones, levantaron camas, tiraron y
destrozaron cuadros, ropas, menaje, alimentos… y se marcharon con las pocas
cosillas de oro y bisutería que guardaban en la coqueta, alguna que otra, recuerdos
de sus padres, y un puñado de euros para el día a día…
Normal. Dirán ustedes. Cosas que pasan. Mala suerte. ¿Normal,
mala suerte entrar por la puerta del bloque de tres accesos, subir al piso
sexto h, forzar la puerta arrancando los pernos y pasar dentro sin que nadie se
atisbara ni de lo más mínimo…?
Qué ladrones, qué sinvergüenzas…, pero, sobre todo,
qué canallas. Porque bien sabían ellos que mientras robaban, tras darles alguien
el aviso, el dueño de la vivienda se debatía entre la vida y la muerte, y su esposa
andaba ahí, cerca de él, abrasándose en el dolor ante la incertidumbre. Cuando,
después de largas horas, el equipo médico, ya de madrugada, informaba de que la
situación era extrema y que al pobre hombre lo tenían que ingresar en la UCI,
mientras intentaba limpiarse las lágrimas y pedir a Dios un último esfuerzo
milagroso, le sonó el móvil informándola de la fechoría cometida en el lugar
donde él y ella, solos, sin más compañía que el amor que se tienen, luchaban
por pasar juntos y en paz los últimos años de sus vidas. Lo que les faltaba.
“No han tenido conciencia”. Le dijo el informador con
pena. ¿Conciencia? Uno de los grandes ladrones de la historia, “El sapo”, el
que, entre otros, robó el banco de Yecla y los cuadros de Esther Koplowitz, y
al que para mayor gloria de la decadencia en la que vivimos se le hacen
entrevistas para sacarlas en la televisión, y se vanaglorie de sus infinitos
hurtos y crímenes, lo dijo bien claro: “¿Que si duermo bien?, como un niño, no
ves que yo no tengo conciencia”. Pues que te proveche y aproveche de paso a los
ladrones del matrimonio cercano al que han robado y herido de muerte el vacío tan
negro de alma que tenéis, so miserables.
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