lunes, 23 de octubre de 2023

EL GATO DEL REINO

En el reino de las circunstancias, en lo alto de la colina central y monumental, se levantaba el gran palacio real. En él habitaba el rey y su hijo, el gran príncipe.

 

Un día, el rey tuvo que marcharse a otros lugares lejanos y dejó al cargo de todo a su hijo heredero.

 

El palacio estaba custodiado, no por perros, que sería lo normal, sino por gatos. Unos gatos enormes y elegantes, fuertes y listos. Los perros pueden ser peligrosos, pero incluso los más feroces tienen algo de nobleza. Los gatos no. Los gatos carecen de ella. Pueden ser mansos e incluso afables, pero siempre imprevisibles y astutos. No suelen morder, pero arañan, y si te descuidas se tiran a los ojos para arrancártelos. 

El príncipe tenía muchos gatos en sus estancias y alrededores. Todos fieles y leales, obedientes y sumisos. Hasta que un día, un soldado encontró un gato herido a los pies de una hornacina de un Cristo milagroso. Lo tomó como un regalo del cielo, lo curó y pensó que nada mejor que regalárselo a su príncipe, tan partidario de estos animales. Y el príncipe lo aceptó con precaución tratándose de un gato religioso.

 

El gato, que era de color raro, pero hermoso y bien plantado, intentó por todos los medios hacer méritos para que el príncipe lo aceptara e incluso lo considerada de su entorno más cercano. 

 

Y esa fue la perdición del gato. Se tomó su compromiso de manera tan tajante que se empezó a enfrentar a todos los animales y personas que por allí pasaban. Y si no eras de su agrado, se abría de patas como un taburete de goma que busca aplastarse, encendía sus ojos amarillos, brillantes y resbaladizos, abría la boca como queriendo enseñar sus dientes de cristal afilado, erizaba los bigotes y mostraba las uñas, blancas como nácar e inmensas, al tiempo que emitía un sonido de búfalo enano que hacía huir de allí hasta el más pintado. 

 

Ningún otro gato se le podía poner a la altura. Ninguno más valiente ni atrevido. Por lo que ni una rata, ni un perro, ni una lagartija, ni siquiera una mosca, podía atreverse a inmutar el perfil de su príncipe. El gato merodeaba sibilino por todas las estancias de palacio y todos los rincones. Todo en orden. Y ganaba méritos. Era el mejor gato de la camada, el que más méritos cosechaba, el máximo candidato a ser el mayordomo gatuno mayor del reino. 

 

Hasta que un día, el rey regresó a su reino y su palacio. Y fue informado por sus súbditos de todo lo sucedido a lo largo del tiempo de su ausencia. Y orgulloso de todo lo que había acontecido quiso premiar a sus gatos con una suculenta comida. 

 

Y mandó comprar el pescado mayor jamás pescado. Y ya una vez cocinado lo presentó en una bandeja de oro y ordenó que los gatos hicieran fila empezando por el de más años de servicio.

 

Y así lo hicieron los gatos. Y llegó el primero. El rey cortó un gran trozo de la parte central del pez, riquísimo. El gato supercumplidor que, aunque también acudía por la capilla del palacio de vez en cuando, no conocía con detalle la parábola de los obreros de la viña, pensó de inmediato que si el gato más antiguo, perezoso y bonachón, acomodado y pusilánime, recibía esa ración extraordinaria, a él le correspondería la esencia de las esencias. 

 

Y así, trozo a trozo, el rey fue repartiendo el rico pez entre los comensales gatunos. Y cuando llegó al último de ellos, el favorito de sí mismo, percibiendo que ya no quedaba pescado, vino a pensar que le traerían uno limpio, entero y bien aliñado solo para él. Pero el rey lo que hizo fue limpiar los cubiertos con una servilleta de hilo con encajes de bolillos, dando por concluido el agasajo. Fue entonces cuando el gato vanidoso se acercó sumiso y le preguntó al rey que si había algo para él comer. Sí, dijo el rey, las raspas. Mientras se las lanzaba de la bandeja al suelo. 

 

Moraleja: 

 

                        En el reino de la vida,

                        el que busca encontrar rosas

                        con ceguera maliciosa, 

                        hallará tan solo espinas. 

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