Durante siglos el mundo ha venerado a la Virgen del Carmen. Desde que en el siglo XIII los carmelitas se vieron obligados a abandonar el monte Carmelo, en Israel, por invasión de los sarracenos, fue ella su protectora y su guía hasta prometerles que los llevaría a buen puerto convirtiéndose en su Stella Maris.
Yo, lo confieso una vez más, no soy muy dado a quedarme en la superficialidad de la infinidad de esculturas de vírgenes que existen, pero sí es cierto que, por motivos personales, vivenciales o por tradición de pueblos, siento una especial atracción por determinadas imágenes, en las que veo la esencia de una creencia popular de siglos que no debe dejar de considerarse. Y, por ejemplo, cada vez que me acerco a la Virgen de Guadalupe, mi Patrona, tan chiquitilla, siento un cariño profundo, como un abrazo dentro de millones de abrazos que se han quedado en ella inalterables por los siglos. En su figura sencilla y sedante, de apenas una cuarta, con su pequeñísimo hijo en su regazo, veo un sol sobre el que ha girado la vida de mis antepasados. A ella han acudido nobles, poderosos, campesinos, artesanos, mendigos, enfermos…, toda la sociedad en general, sin diferencias, orando, pidiendo, agradeciendo…, exaltando los muchos milagros personales y generales recibidos… Y cuando la miro, percibo las miradas de cientos de miles de ubetenses mirándola y aprendo de la importancia de ser uno más en la historia de este pueblo que ahora mira donde ellos miraron y donde mirarán los que nos sucedan en esta hermosa herencia de vivir.
Y siento también una singular emoción cuando se trata de la Virgen del Carmen. Siempre me ha cautivado su figura carmelitana, saberla frente a Santa Teresa de Jesús, o al lado de mi San Juan de la Cruz, tan medio fraile, tan místico, tan descalzo, tan poeta, tan coherente…, todo espiritualidad, y humildad, y sabiduría… Esta advocación es hermosa, Patrona del mar, señora de los marineros, lucero de los navegantes, brújula de los perdidos…
Por ello, cuando un día me ofrecieron ser su pregonero en Úbeda, pese a que ya ando de vuelta de pregones y actos literarios, no lo dudé. Me ilusionó la idea y durante semanas lo estuve trabajando, mezclando prosa y verso. Lo concebí cual una travesía por el mar de la existencia, a bordo de un misterioso barco que la Virgen capitaneaba con magistral sabiduría y misericordia. De principio, mi exposición, como se venía haciendo, iba a darse en al oratorio donde se halla la celda en la que el santico de la reforma descalza voló para dar a la caza alcance, pero, por obras, lo di en el templo mayor denominado San Miguel, recibiendo reiterados aplausos de fieles generosos y llenos de bondad, y a los que desde aquí quiero expresar mi gratitud y respeto, como lo hago también hacia mi hermano del que tuve el honor de ser presentado.
Y como lo sabía, por experiencia, como estaba convencido de que por unas cosas o por otras, el pregón se disolvería tras unos abrazos de felicitación para quedar en una estela de espumosos segundos, quise, como suelo venir haciendo en los últimos años, dejarlo impreso por si alguna vez a alguien, más allá del sentido de lo atemporal, le llega a sus manos y, de sentir la necesidad, pueda leerlo en la soledad de su retiro, y al finalizarlo rece por mí que ya estaré llegando o, lo más seguro, habré arribado ya al muelle donde los veleros no tienen regreso.
Ahora, pocos días después del pregón y de la procesión, a la que fui también invitado, miro la portada de la publicación y recibió una fotografía en blanco y negro, hecha por Pepe Ruiz, que me produce sosiego y quietud. Y en este sentimiento de paz me alegro del esfuerzo realizado, porque si bien, en estos momentos, es como un sorbo de descanso en la responsabilidad, también es, sobre el pretérito inmutable, un remanso de felicidad, porque mientras lo pronunciaba ella bien sabía de mi entrega y yo de su Amor. ¡Algo, por cierto, impagable!
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