El virus de nuestros días, ese virus que anda metiéndose dentro
de nosotros y nos hiere hasta llevarnos incluso a la muerte, se llama
confusión.
Y todos lo
hemos pillado. Unos a otros nos lo hemos ido contagiando. Hasta el punto que
nadie tiene las ideas claras. El de izquierdas no sabe a qué pertenece. En el
fondo –visto está– es tan capitalista como el que más y le gusta, como al que
más, las propiedades, los lujos y las grandezas. El de derechas todavía peor.
Éste no sabe ni en qué espacio se halla. Sus complejos, sus miedos, su rémora histórica
de burgués y guerracivilista, su temor a que lo asemejen con el franquismo, lo
obnubila y lo lleva al total desconcierto. Los creyentes andan en una especie
de cuerda floja y no se atreven a hablar, y cuando lo hacen se justifican como
pidiendo perdón porque saben que serán tachados de retrógrados cuando no de
ignorantes. Y no digamos a niveles más altos, quien aspire a la intelectualidad
no puede creer en Dios y menos en
la Iglesia. Los no creyentes también andan dando
tumbos, porque confiesan no creer, pero en el fondo dudan, ven demasiadas
grandezas alrededor y coleccionan demasiadas preguntas sin respuesta. Un lío.
De ahí que en medio de este enramado surjan elementos peligrosos, vivales,
pillos, que hoy son una cosa y mañana otra. De ahí que nos gobiernen políticos incumplidores,
mentirosos, falsos, sinvergüenzas, aprovechados, corruptos... De ahí que no
haya honradez ni valores. De ahí tanta hipocresía y el hecho de que unos y otros
andemos malhumorados e irritados. De ahí que todos vivamos en la tristeza, los
recelos y la desgana. De ahí, en el fondo, el conformismo y que nada nos
consuele. De ahí el triunfo del relativismo. De ahí la gran desesperanza que
nos invade. De ahí la crisis en todos los aspectos de la vida.
Pero lo peor es que el virus de
la confusión nos crea en el interior una extraña inmunidad de conciencia. Por
lo que ya no diferenciamos la luz de las tinieblas. Por eso, los corruptos, los
terroristas, los dictadores, los abortistas, los ladrones, los calumniadores,
los maledicentes y hasta los maltratadores crean que nada malo hacen. De ahí el
mundo al revés en el que estamos: con los mediocres y los ineptos ocupando
infinidad de cargos, presidencias y poderes, alcanzando incluso glorias y
honores, mientras que los excelentes andan relegados al ostracismo.
Y nadie tiene la culpa de todo
esto, nadie es culpable de nada... Y es cierto, porque toda la culpa la tiene,
amigos, sencillamente, este dichoso virus de la confusión que por el momento no
tiene cura.
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