Han sido ya varias las veces que he andado por el aeropuerto
de Zaventem, en Bruselas. La última vez hace pocos días, y a la misma hora de
los atentados. Quiero decir que podía haber sido, de haberse adelantado el
calendario de los terroristas asesinos tan sólo unas fechas, una de las
víctimas y andar ya en vuelo hacia la otra orilla.
Y al ver en la televisión las imágenes de los muertos,
heridos y los destrozos causados, pienso también en mi hija y en mi yerno, e
incluso en mi nieta recién nacida, porque podrían haber sido igualmente ellos,
que viven allí y conocen ese aeropuerto como las palmas de sus manos de tanto
ir y venir, unos de los tantos que yacían tirados por el suelo envueltos en
sangre. Pienso asimismo que los muertos y los heridos pueden ser compañeros
míos, amigos míos, conocidos míos… y me muero de dolor y de rabia.
Los yihadistas islamitas nos han declarado la guerra hace ya
mucho tiempo, tal vez desde que nació esa religión que ha de tomarse al pie de
la letra, que no admite interpretación, que obliga, no por convencimiento, sino
por narices, bajo pena de muerte; incapaz, por lo tanto, de adaptarse a los
tiempos, que se enquista en ella misma hasta volverse terriblemente violenta,
como quien rompe la baraja, tira la mesa de juegos y desenfunda la pistola cuando
ve que lo han pillado haciendo trampas, porque descubre en el fondo de su
propia conciencia la mentira en la que se cimienta sus creencias, en cuanto no les
permite adaptarse a los descubrimientos científicos, los avances técnicos, la
globalización, los derechos humanos, las libertades individuales, la separación
de poderes, la democracia política, la libertad de expresión, la igualdad de
género, la independencia de la mujer, el respeto a otros modos de ser y de
pensar y de vivir…
Porque descubren, pese a las críticas de que andamos en una
civilización corrupta, injusta e inmoral, que somos mejores que ellos, porque,
pese a todo, los admitimos en nuestras sociedades con plenos derechos, los
ayudamos si es necesario con alimentos y viviendas, los acogemos, les abrimos
las puertas de nuestros colegios y hospitales, respetamos y toleramos sus
creencias –y hasta se las subvencionamos, e incluso, para que se sientan más a
gusto, a costa de cercenar las nuestras–, les dejamos levanten cuantas
mezquitas quieran y hasta permitimos tengan programas en la televisión para que
expongan sus doctrinas…, realidades, hechos que ellos son incapaces de hacer,
ni siquiera mínimamente con nosotros en sus países, viendo también que aquí se
puede ser o no creyente, agnóstico o ateo sin que te persigan ni te degüellen,
y que, por lo tanto, no hace falta ser religioso para que te dejen vivir ni
para poder ser una gran persona, y viendo también que los que son cristianos,
desde cualquiera de sus ramas, les dan ejemplo en cuanto rechazan las
represalias, el odio, la vileza, la ira, el crimen, la maldad…, y ofrecen solidaridad,
entrega, renuncia, comprensión, misericordia, amor a manos llenas, siendo hasta
capaces de poner la otra mejilla… Y que Jesús, el Maestro, ejemplar en sus
palabras y en la coherencia de sus actos, es un Dios de perdón y no de
venganza, de paz y no de guerra…, de vida y no de muerte.
Se saben peores, se saben equivocados, se saben en el
error…, y ante la negativa de aceptarlo, actúan desde la intolerancia y el
fanatismo, pretendiendo seamos todos como ellos, o, de lo contario, buscando
acabar con todo aquello que se lo puede recordar, de ahí que destruyan y
rechacen permanentemente los monumentos y la arquitectura histórica, la
literatura, el cine, la escultura, la pintura, la música, el periodismo…, el
arte en general. De ahí que quieran aislarse, vivir en una dictadura atroz que
no abra puertas al exterior, que siga tapando, de pies a cabeza, el cuerpo
entero. De ahí que no tengan interés en la enseñanza de sus hijos y menos de
sus hijas. De ahí el odio a los extranjeros, al turismo, a internet, a las
bibliotecas… De ahí que busquen amedrentar y dirigir a cuantos musulmanes viven
pacíficamente en esta parte del mundo con consignas y advertencias. De ahí su
pretensión de acabar con nosotros –tachándonos de infieles y poseídos de
satanás–, con la civilización de occidente, que, pese a tener grandes
deficiencias e imperfecciones, es infinitamente mejor, mucho mejor que la suya,
atrasada, adoctrinada, aborregada, acobardada, esclavizada, empobrecida,
inculta, intransigente, atascada en la Edad Media, tan atascada que son
incapaces de salir porque es tanto el barro de lo falaz en el que andan metidos
que les llega hasta los ojos cegándolos aún más. De ahí su grito último, feroz
y terrible, cuando van a cometer, a traición, la mayor de las canalladas: “¡Alá
es grande!”
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