Después de muchos años he vuelto a visitar el colegio público Juan
Pasquau, el colegio de mi vida, aquél que estrenamos en 1980 y del que fui
director por tiempo de doce años, aquel colegio que supo, sin ideologías, ni
racismo, ni políticas, ni discriminaciones sociales, luchar contra las
adversidades y ser uno de los más dignos de España. Y lo he hecho porque los
alumnos y alumnas cuya promoción se despidió en un acto de gala, en junio de 1991, se han vuelto a juntar en él para celebrar su veinticinco aniversario,
queriendo contar con la presencia de aquellos maestros de su infancia que
calaron en sus vidas, entre los que me encontraba.
Y fue muy emotivo. Enormemente gratificante volver a ver sus rostros,
algunos sin perder apenas la fisonomía y
otros algo más cambiados, pero dejando todos una impronta en las pupilas que te
hacía recordarlos con hondo sentimiento, como si a la mente te vinieran
destellos brillantes de un pasado que hacían situarlos en escenas que sólo generaban
gozo. Ellas y ellos estaban ahí, cual vencedores de un tiempo que jugara con
sus destinos, sólo que, inevitablemente, ya en edad adulta, cerca ahora de
cumplir los cuarenta, es decir, en la flor de la vida. Ellos, más formales.
Ellas, bellísimas. Ellos, más serios. Ellas, más alegres… Y todos felices de
volverse a ver, de regresar a un pretérito de compañerismo, de sencillez, de
compartir, de respeto, de valores… De la mayoría yo había olvidado sus nombres,
pero eso no me importó porque comprobé que a todos los seguía llevando en mi
corazón, porque fueron como hijos a los que quise con toda el alma.
Organizaron un acto tan sencillo como hermoso. Presentaron un video
emocionante con imágenes de sus vivencias escolares. Imágenes muchas ya descoloridas,
borrosas, las justas, porque entonces no había móviles y nadie llevaba una
cámara de fotos a la escuela. Algunos hablaron, presentando discursos de gran
altura, llenos de remembranzas, anécdotas, vivencias, de ternura, de sacrificios,
de superaciones... Tuvieron su particular homenaje para los que no habían
podido estar y también por quien ya se fue a la otra orilla de la existencia.
Y, cómo no, tuvieron palabras enormes de gratitud para sus padres y familiares,
y en particular para sus maestros, agradeciendo –ahora que parece que decir
gracias ya no se lleva, ni hay por qué darlas– todo cuanto hicimos por ellos,
todo lo que les enseñamos y todo cuanto
sembramos en sus corazones. Hablamos, por último, algunos de los maestros,
expresando nuestro sentir y agradeciendo lo mucho que ellos también nos habían
dado… Y, como cuando se despidieron del colegio, en el mismo lugar del patio,
nos volvimos a hacer la foto de recuerdo.
Tuvimos después una cena en “El Blanquillo”, donde nos atendió, lo que
faltaba, otro antiguo alumno del colegio. Y como en aquellos años de la
infancia, en la clase, tras situarnos a los maestros en el centro de una mesa
alargada, los chicos se sentaron a un lado y las chicas al otro, separados. Y tan
contentos. Tuvimos brindis y todo nos supo a gloria. Yo, de vez en cuando,
miraba a un lado y a otro, y los veía dichosos. A ellos inmersos en sus temas,
poniéndose las manos sobre el hombro, mirándose con cariño, y a ellas las veía
felicísimas, dejando saltar, más que de sus gargantas de lo más hondo de ellas
mismas, risas hechas de lumbre, risas que no cesaban, con alas, contagiosas… Y
es que por unas horas, ellos y ellas dejaron a un lado sus luchas del presente,
sus problemas, sus angustias, sus miedos, sus frustraciones…, para volver a ser
niños, aquellos niños de alma blanca que no sabían de odios, ni rencores, ni maldades…
Niños que por unas horas me devolvieron también a mí el trofeo de la
satisfacción, del honor y del orgullo de haber sido su maestro y su director. Y
me sentí lleno de vida. Por ello les pedí, cuando los maestros decidimos despedirnos
ya de madrugada, que no nos olvidaran, que nos siguieran recordando, porque,
como dijo el sabio, mientras lo hicieran, seguiríamos vivos.
Nosotros, ya algo más mayores, nos marchamos perdiéndonos bajo la noche
serena. Ellos se quedaron ahí, todos ellos, sin excepción, en el salón,
disfrutando de su volver a encontrarse, de su volver a ser, de su volver a vivir…
Y sus voces y sus risas seguían escuchándose como canto de ángeles más allá de
las estrellas.
Y regresé a casa lleno, con los ojos nublados por las lágrimas de la
emoción, feliz.
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