Felipe Redondo Delgado y Gregorio Tudela Arias vivían en la
misma calle. El primero en una casa con patio y el segundo en un pequeño piso.
Eran íntimos amigos. Felipe tenía una pelota de plástico, rugosa, llena de
colores, y la sacaba por las tardes a la plazuela para jugar al fútbol en
equipos que solían formarse después de echar pies a ver quien elige. Gregorio
solía ponerse de portero y estaba enamorado de la pelota. Un día, su buen amigo
Felipe, al traerle su padre de un viaje un balón de reglamento, se la regaló.
Fue aquél uno de los días más felices de su vida.
Iban juntos al colegio. Ambos estudiaron también el
bachillerato en el mismo instituto. Felipe no llegó a terminarlo. Su padre
murió en un accidente de tráfico y su madre le buscó un taller de coches donde
aprender el oficio de mecánico. Gregorio marchó a la universidad y consiguió
hacerse abogado. Pero su amistad seguía siendo fuerte y sincera. Felipe se casó
y tuvo tres hijos. Se fue secularizando con el tiempo. Su esposa no era dada a historias
de Dios y esas cosas tan anticuadas. Tampoco le agradaba mucho esa estrecha
amistad con el viejo amigo de su infancia. “¿Te
has casado conmigo o con tu amigo?” Tuvieron tres hijos. Gregorio
permaneció soltero. Era asiduo a la iglesia, de fe profunda, conocedor del
evangelio, dado a hacer el bien.
Felipe y sus tres hijos montaron un taller familiar.
Gregorio, ni que decir tiene, le llevaba su coche cuantas veces hiciera falta.
Una grave avería en el motor y en la dirección le costó una fortuna. El
vehículo nada más sacarlo del taller volvió a dejar de andar. Alguien comprobó
que todo había sido una falsa. Al coche apenas se le había tocado nada en el
motor ni en la dirección. Pudo costarle la vida. Gregorio presentó entonces sus
quejas a Felipe y este le pagó con su más profundo enfado y desprecio. ¿La
excusa? Un amigo de verdad no va a otro taller. Eso es desconfianza. Tres años más
tarde Felipe sufrió un ictus que lo dejó casi impedido, y sus hijos, poco
responsables y dados a la nocturnidad, cerraron el negocio.
La esposa y los hijos decidieron llevar a Felipe a una
residencia especial. ¿El precio? Mil setecientos euros mensuales. ¿Y eso quién
lo paga? Imposible. Cada hijo tomó su rumbo de vida. Que se apañe la madre, que
por algo los casó un cura, para las alegrías y para las penas, para la salud y
para la enfermedad. La esposa pidió ayuda a Cáritas, que para eso sí que
queremos a la Iglesia. Alguien entonces habló por teléfono con la dirección de
la residencia. “Yo me hago cargo de los
gastos. Cada primero de mes tendrán el ingreso en la cuenta corriente que me
indiquen.” Y así por cinco años y cuatro meses. Hasta que Felipe cayó
enfermo. Un cáncer de pulmón lo andaba asfixiando. Cuando se enteró su amigo
Gregorio quiso visitarlo. Llevaba con él una curiosa pelota de plástico llena
de colores ya descoloridos. Pero no pudo ser. “Ese que no pise aquí. Es una mala persona. Un corrupto, un ladrón, un
sinvergüenza, un traidor, un egoísta… No quiero verlo ni en pintura.”
Y murió nada más llegar el otoño, cuando suelen morir las
hojas secas. Gregorio no fue al entierro. ¿Para qué? Después, la esposa y los
tres hijos fueron a recoger las pocas pertenencias de Felipe, muy tristes y
apenados, por supuesto, como suelen estar los hipócritas cuando muere un ser
cercano.
–¿Se debe algo?
–Nada. Todo lo pagaban
debidamente a primeros de mes.
–¿Cáritas, verdad?
–No, un particular.
–¿Y se puede saber
quién es esa alma generosa?
–Nada sabemos. Sólo el
número de su cuenta y la entidad bancaria desde la que hacía el ingreso.
Y allí que fueron.
–¿Nos puede usted
decir quién hacía un ingreso a la residencia cada primero mes? Su número de
cuenta es….
–Sí. Ahora mismo se lo
digo. El titular de esa cuenta es Gregorio Tudela Arias.
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Bonito relato..., muy crudo, muy real como la misma vida.., un poco duro, pero así son los amigos..., unos de verdad y otros solo de fachada.., un abrazo maestro.
ResponderEliminarTu amigo José