sábado, 30 de julio de 2016

AMIGOS

Felipe Redondo Delgado y Gregorio Tudela Arias vivían en la misma calle. El primero en una casa con patio y el segundo en un pequeño piso. Eran íntimos amigos. Felipe tenía una pelota de plástico, rugosa, llena de colores, y la sacaba por las tardes a la plazuela para jugar al fútbol en equipos que solían formarse después de echar pies a ver quien elige. Gregorio solía ponerse de portero y estaba enamorado de la pelota. Un día, su buen amigo Felipe, al traerle su padre de un viaje un balón de reglamento, se la regaló. Fue aquél uno de los días más felices de su vida.

Iban juntos al colegio. Ambos estudiaron también el bachillerato en el mismo instituto. Felipe no llegó a terminarlo. Su padre murió en un accidente de tráfico y su madre le buscó un taller de coches donde aprender el oficio de mecánico. Gregorio marchó a la universidad y consiguió hacerse abogado. Pero su amistad seguía siendo fuerte y sincera. Felipe se casó y tuvo tres hijos. Se fue secularizando con el tiempo. Su esposa no era dada a historias de Dios y esas cosas tan anticuadas. Tampoco le agradaba mucho esa estrecha amistad con el viejo amigo de su infancia. “¿Te has casado conmigo o con tu amigo?” Tuvieron tres hijos. Gregorio permaneció soltero. Era asiduo a la iglesia, de fe profunda, conocedor del evangelio, dado a hacer el bien. 

Felipe y sus tres hijos montaron un taller familiar. Gregorio, ni que decir tiene, le llevaba su coche cuantas veces hiciera falta. Una grave avería en el motor y en la dirección le costó una fortuna. El vehículo nada más sacarlo del taller volvió a dejar de andar. Alguien comprobó que todo había sido una falsa. Al coche apenas se le había tocado nada en el motor ni en la dirección. Pudo costarle la vida. Gregorio presentó entonces sus quejas a Felipe y este le pagó con su más profundo enfado y desprecio. ¿La excusa? Un amigo de verdad no va a otro taller. Eso es desconfianza. Tres años más tarde Felipe sufrió un ictus que lo dejó casi impedido, y sus hijos, poco responsables y dados a la nocturnidad, cerraron el negocio.

La esposa y los hijos decidieron llevar a Felipe a una residencia especial. ¿El precio? Mil setecientos euros mensuales. ¿Y eso quién lo paga? Imposible. Cada hijo tomó su rumbo de vida. Que se apañe la madre, que por algo los casó un cura, para las alegrías y para las penas, para la salud y para la enfermedad. La esposa pidió ayuda a Cáritas, que para eso sí que queremos a la Iglesia. Alguien entonces habló por teléfono con la dirección de la residencia. “Yo me hago cargo de los gastos. Cada primero de mes tendrán el ingreso en la cuenta corriente que me indiquen.” Y así por cinco años y cuatro meses. Hasta que Felipe cayó enfermo. Un cáncer de pulmón lo andaba asfixiando. Cuando se enteró su amigo Gregorio quiso visitarlo. Llevaba con él una curiosa pelota de plástico llena de colores ya descoloridos. Pero no pudo ser. “Ese que no pise aquí. Es una mala persona. Un corrupto, un ladrón, un sinvergüenza, un traidor, un egoísta… No quiero verlo ni en pintura.”

Y murió nada más llegar el otoño, cuando suelen morir las hojas secas. Gregorio no fue al entierro. ¿Para qué? Después, la esposa y los tres hijos fueron a recoger las pocas pertenencias de Felipe, muy tristes y apenados, por supuesto, como suelen estar los hipócritas cuando muere un ser cercano.

–¿Se debe algo?
–Nada. Todo lo pagaban debidamente a primeros de mes.
–¿Cáritas, verdad?
–No, un particular.
–¿Y se puede saber quién es esa alma generosa?
–Nada sabemos. Sólo el número de su cuenta y la entidad bancaria desde la que hacía el ingreso.

Y allí que fueron.

–¿Nos puede usted decir quién hacía un ingreso a la residencia cada primero mes? Su número de cuenta es….

–Sí. Ahora mismo se lo digo. El titular de esa cuenta es Gregorio Tudela Arias. 

1 comentario:

  1. Bonito relato..., muy crudo, muy real como la misma vida.., un poco duro, pero así son los amigos..., unos de verdad y otros solo de fachada.., un abrazo maestro.
    Tu amigo José

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