Cuentan que cuando el misionero llegó a aquel poblado maya
perdido entre la selva del Petén, cercano a la ciudad de Tikal, junto a la
laguna Yaxha, lo trataron como a un dios venido del otro lado del gran mar. El
jefe, un cacique tirano que tenía sometido al pueblo a base de impuestos y
sacrificios humanos, tratando a todos sus moradores como a verdaderos esclavos,
lo acogió con veneración y lo convirtió en su gran consejero, algo así como lo
que hoy denominaríamos su primer ministro.
El misionero enseñó al pueblo las bondades del Dios creador,
los valores de la fe y le inculcó las virtudes de la generosidad, el compromiso,
la moderación, la entrega, la paz, el perdón, la honradez, la amistad, la
solidaridad…, el amor, en definitiva.
El jefe, al paso de los años, comenzó a recelar del
misionero al ver que la mayoría de sus súbditos andaban tras él con alegría y confianza.
Pero sobre todo, comenzó a verlo como un hombre más, nada o casi nada de ser
dios, con sus muchas cualidades pero también con sus defectos. Y comenzó la
terea de ver el modo de quitárselo de en medio.
El misionero, cada día más, se sentía seguro en su andadura.
Observaba que era respetado y muy querido. Todos acudían a él buscando
consuelo, ayuda, consejo… Y nadie se marchaba con las manos vacías. Su casa era
la casa de todos, abierta a la comprensión, la alegría y la convivencia.
El jefe, por contrario, se fue tornando, en su envidia, más inseguro,
desconfiado, arisco e intransigente, notando que era menos respetado y, lo que
es peor, poco temido.
“Esto se me está yendo
de las manos.” Pensó el jefe. “Esto
tiene que acabarse de una vez por todas. O el misionero o yo.” Concluyó en sus
elucubraciones. Y habló claro al misionero. “Desde
mañana ya no serás mi consejero y habrás de abandonar este poblado.”
Sin embargo, el misionero le respondió: “Sabes que si me marcho de aquí, el pueblo me seguirá donde quiera que
vaya. Le he traído la libertad, la fe, la paz, la decencia, la fidelidad y el
amor. Tú, entonces te quedarás solo.”
El jefe, aquella noche, anduvo dándole vueltas a la mente,
porque sabía que era cierto cuanto le había dicho el misionero. De golpe, tuvo
una idea, casi una revelación: “Haré
fiestas. Daré cargos. Concederé nombramientos, medallas y privilegios. Y de vez
en cuando organizaré banquetes para que todos se harten de comer, beber… y fornicar.”
Y dicho y hecho. Durante un tiempo así lo vino haciendo pese
a la oposición del misionero. Hasta que llegó el gran día. “Mañana, definitivamente, saldrás de estas tierras.” Le ordenó al
misionero. Pero éste volvió a recordarle que de hacerlo se vería solo. Mas esta
vez el jefe, que era de pocas palabras, le respondió con cierto orgullo: “Estás equivocado, no se irán contigo, tenlo
por seguro.”
Al amanecer, el jefe convocó al pueblo y desde el balcón del
palacio, teniendo a su lado al misionero, se dirigió a todos los presentes para
decirles tan solo: “Queridos súbditos, el
misionero ha de marchar del poblado. Los que le quieran seguir podrán hacerlo
sin problema alguno.” Después habló el misionero: “Hermanos, Dios está en nuestros corazones. Somos una gran familia que
se ama y se ayuda. Hombres y mujeres que andamos en el camino de la fe en la
esperanza de alcanzar la salvación eterna. Ya no sois esclavos, ahora sois
hombres y mujeres libres, y en esa libertad seguiréis viviendo en el nuevo
poblado que hemos de construir no muy lejos de la laguna, junto al río Mopán,
donde viviremos felices compartiendo, desde la fraternidad y la igualdad, todos
los bienes materiales y espirituales que poseemos.”
Y el misionero salió del poblado…, y cuando llevaba apenas
cien metros volvió la vista atrás y pudo ver que nadie le seguía.
La realidad es así de cruda.
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