Uno de los muchos monasterios de Meteora, en Grecia, ya
desaparecido, fue fundado a comienzos del siglo XIV por Aristides Kasmiroglu.
El edificio, tan pequeño como espectacular, construido sobre una de las altas rocas,
albergó en un principio a cuatro religiosos que pretendían llevar una vida de
retiro, oración, sacrifico y paz. Y todo fue bien.
Pocos años más tarde, varias personas quisieron entrar a
formar parte de la comunidad. Y fueron admitidas. Y comenzaron los problemas.
Algunos se quejaron de tanto aislamiento, de que la comida podía ser mejor, de
que se pasaba demasiado frío en invierno… Pero lo peor fue que los cabecillas
de las quejas llegaron a convencer a todos los monjes, excepto, claro está, al
abad fundador y el prior claustral.
El prior claustral pidió entonces al abad que tomara cartas
en el asunto y expulsara a los falsos religiosos que más que fe lo que tenían
eran ambiciones personales de bien vivir. Pero el abad no lo quiso así. Estaba
convencido de que con su ejemplo de austeridad, sacrificio y prudencia, y con
los ruegos a Dios, tarde o temprano, todos acabarían cambiando su modo de obrar
y se convertirían en frailes ejemplares.
Mas no lo logró. Pasado un año todavía andaban peor, más
rebeldes y más materializados. Algunos llegaron incluso a escaparse de noche
para ir al poblado lindante donde mantenían relaciones con furcias. Y entonces
sí. Entonces el abad expulsó a los monjes vivales, que se resistieron, y tanto
que cuentan que hasta costó sangre y fuego. Acabando todo en la desaparición de
tan preciosa casa.
Kasmiroglu marchó entonces a la ciudad de Ani, en Armenia,
hoy en la frontera con Turquía, donde en las afuera volvió a levantar un nuevo
convento con seis hombres que andaban también con el deseo de llevar una vida
de santidad. Y todo fue bien.
Hasta que el convento tuvo que agrandarse ante la solicitud
de nuevos monjes. Y nada. De maravilla los primeros cinco años. Después, lo de
siempre. Que las camas eran duras, la comida escasa, el hábito demasiado rudo y
áspero… Que no entendían por qué no podían ir de vez en cuando a Ani, y pasear
por sus bellas y pobladas calles y plazas… Y de nuevo la misma historia. De
nuevo a escaparse algunos, cambiarse de ropas y andar en la madrugada por las
tabernas y los burdeles.
Se acabó. Aquello acabó mal. Allí no había verdadero
espíritu religioso, ni verdadera oración, ni anhelos de sacrificio, ni amor
fraterno. Allí no había más que egoísmos, divisiones, desavenencias y
tiranteces entre unos y otros. Se llevaban a matar. Es más, algunos monjes ni aparecían
en los ritos litúrgicos, ni practicaban las lecturas de rigor, ni acudían a
comer juntos, ni creían siquiera en Dios. El convento se cerró y el abad puso
pies camino a otro lugar. No sin antes sufrir una terrible emboscada, cuando
caminaba por un lugar despoblado, que lo dejó tullido y a punto de morir, por
parte de sus mismos monjes, que ahora sí, qué curioso, se unieron como las uvas
de un mismo racimo para la venganza.
Y de Aní marchó a Cappadocia, al valle de Goreme, donde
labró grutas en las rocas volcánicas, fundando, incansable, un nuevo convento
con tres nuevos monjes… Y para qué decir lo que sucedió después… Exacto.
Acabaron una vez más como en el rosario de la aurora.
De Kasmiroglu no se conoce mucho más. El sueño del pobre
monje de constituir una duradera comunidad de almas limpias en cuerpos
sacrificados y generosos no llegó a cumplirse. Sólo se sabe que tras su última
intentona en Goreme viajó a la isla de Kalymnos, en el mar Egeo, donde vivió
como ermitaño, solo, completamente solo, en una gruta de la montaña que mira al
mar, donde murió en el más profundo de los olvidos y en la más absoluta
pobreza. Nadie, a día de hoy, con seguridad, tenía conocimiento de cómo acabó
su vida ni dónde está enterrado. El hecho de sacarlo a la luz ahora ha sido
debido a que unos arqueólogos, a primeros del pasado mes de diciembre, hallaron
una sepultura en la cima de la montaña cercana a la ciudad costera de Mirties,
en lo más hondo de una cueva, en la que, tras abrirla, apareció un esqueleto
momificado que creen ser los restos de Aristides Kasmiroglu, ya que junto a él
apareció una pequeña lápida de piedra labrada en la que se podía leer: “El mejor convento es la soledad”.
Hermosa lección ésta para un mundo de hoy tan parecido.
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