Estamos ya en carnaval. Y en todos los lugares del mundo se
levantan carpas de fiesta, alegría, juerga, diversión… Sin embargo, ahí mismo, enfrente
de todo esto, la iglesia, como en la sombra, en la penumbra de las velas, en la
tristeza.
Y uno mira a ambos lados y encuentra entre las paredes de
piedra con los ritos y las ceremonias, por regla general, a personas mayores,
ya de vuelta de casi todo, a hombres y mujeres cansados, como apesadumbrados,
aburridos, cual si miraran ya más hacia la otra orilla que hacia ésta. Por
contrario, al otro lado, en las carpas, entre máscaras, risas, canciones,
chistes, tragos de licor y bailes… se encuentran la mayoría de los jóvenes,
alegres, dichosos, felices, llenos de vida…
Y entonces no tengo más remedio que preguntarme qué falla aquí. Cómo
pueden arrastrar más las carpas que los templos. Como pueden mostrar más
alegría los de la charlotada banal que los de la creencia trascendente… Cómo
pueden aparentar ser más felices los que andan de tasca en tasca, de
espectáculo en espectáculo, de broma en broma, seguidores de las carnestolendas,
que los que andan centrados en la fe, seguidores de Jesús de Nazaret, de Dios,
por quien, en connivencia con su muerte en la cruz, van a adentrarse en la cuaresma
y de ahí al asombro jubiloso de la pascua de resurrección.
Tenía que ser al contrario. Tendrían los cristianos que ganar
en alegría a los que no lo son, demostrando su gran dicha, su gran contento por
ser hijos de Dios, por ser herederos de su gloria, por ser seguidores de
alguien que es ejemplo de coherencia, de entrega, de paz, de amor, de vida. Los
cristianos deberían mostrar a todas horas su gozo por haber nacido, sus ansias
de vivir, su aprecio por la naturaleza, sus ganas de compartir, servir, ayudar…,
su afán por cantar, danzar, reír, sentir… Los cristianos tendrían que seguir el
ejemplo de su Maestro y no sólo subiéndose a la cruz, sino también gozando de
lo hermoso de la vida. Jesús lo hizo. Él comió y bebió. Él disfrutó del convite
y hasta convirtió el agua en vino para que la celebración siguiera. Él dejó en
pleno banquete que le besaran los pies. Él mostró entusiasmo cuando lo aclamaban
en su entrada en Jerusalén… Él dijo que los suyos son sal de la tierra y luz
del mundo, y que la sal no podía volverse sosa ni la luz ocultarse bajo un
celemín. Y es que Jesús fue un hombre alegre, bondadoso, cariñoso, humilde,
sencillo, dado a todos… Por eso lo vemos con niños y ancianos, con ricos y
pobres, con prostitutas y enfermos, con santos y endemoniados…
Algo falla entonces aquí, cuando vemos en estos días las
calles llenas de jolgorio, de diversión, de fiesta… Y no todo, como piensan
muchos, es desenfreno, lujuria, desorden, inmoralidad, pecado. Hay quienes se
pasan, pero eso es siempre así y en todo, también alrededor de ciertas
celebraciones religiosas, como procesiones, fiestas patronales, romerías… Algo
falla aquí en cuanto se entiende que vivir en cristiano es vivir en la
tristeza, el miedo, las ataduras, el todo es malo, el todo es pecado, el todo
es condenación, el todo es muerte...
Tal vez algún día, volviendo a las raíces del evangelio, nos
pongamos a imitar el ejemplo de los primeros cristianos, que brillaban por su
coherencia, su amor entre ellos, su manera de compartir los bienes y la comida
y, en ella, el pan y el vino…, y sobre todo, nos pongamos a imitar su alegría, su
inmensa alegría que llevaba a la admiración y a decir a quienes los veían:
“Mirad cómo se aman”, y que eran tanta y tan profunda que hasta no les
importaba jugarse la vida, y si había que morir mártires, lo hacían cantando.
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