La catedral de Jaén, repleta de fieles y de presbíteros,
recibía el pasado lunes, 6 de febrero, de pie, el cuerpo ya sin vida de mi
amigo, el sacerdote don Santos Lorente Casáñez. La misa de entierro la presidía
el obispo don Amadeo Rodríguez Magro. Grandiosa ceremonia repleta de emociones
y de sentimientos, de respeto profundo.
Y le dimos un hasta siempre al hombre de Dios, al niño que
nació en La Iruela hace setenta y tres años, al joven que recibió el sacramente
del orden sacerdotal en septiembre de 1970, para ser destinado como profesor en
el seminario de Jaén, donde ese mismo mes y año llegué yo, recién terminados
mis estudios de magisterio en SAFA, para tomar parte del equipo como formador
seglar.
Y es a partir de ese momento cuando se forja nuestra
amistad. Una amistad limpia, sentida, sin egoísmos. Luego, nos separamos
teniendo encuentros muy esporádicos en el tiempo. Él anduvo como párroco por
Cazorla, Villacarrillo, Torredelcampo… En Villacarrillo volvimos a coincidir varias
veces, especialmente con motivo de las fiestas del Corpus. Pero nuestra
relación volvió a fortalecerse al llegar la cofradía de la Santa Cena de Jaén,
a la que yo pertenecía, a la iglesia de San Félix de Valois, de la que él era párroco.
En ella sentí siempre su apoyo, su confianza, sus ánimos, su
comprensión, su cariño… Compartimos actos, teatros, reuniones, presentaciones… Y
hasta nos dejó sus salones parroquiales para ensayar Resurrexit y Maranatha. Llegando
nuestro aprecio a cotas altísimas y nuestro amor a tanto que hasta se prestó a
oficiar la ceremonia del enlace matrimonial de mi hija, en la iglesia de Santa
María de Úbeda.
Ahora, en la tarde de ese 6 de febrero, con hondo sentir y
tristeza, le dije adiós a su cuerpo yacente, ya frío, pero desde el consuelo de
habérselo dicho con vida pocos días antes, en el sanatorio de El Neveral, donde
fui a visitarlo. Andaba con la mascarilla puesta, muy débil, ahogándose, con
pocas fuerzas…, pero sin perder su templanza de siempre. Le gasté una broma y sonrió
abiertamente, dentro de su sencillez y su ternura cristalina, dentro de su
total entereza en la fe.
Lo vi en la cruz, subido al madero, agonizando… Y se lo
dije. A un presbítero se le puede hablar de esas cosas sin miedo a la muerte. Mira que he hablado yo infinidad de veces a
las gentes del sacrificio de la cruz…, pues mira, de cierto, ahora estoy yo en
ella. Me dijo… Y me habló de las oraciones que leía, especialmente una de
Raoul Follerau. Después, tomó su móvil y marcó la canción que más le llenaba y
no cesaba de oír, “Alma de Cristo”, y
juntos la escuchamos emocionados. Hablamos además de algunas cosas nuestras,
más yo que él, que apenas podía emitir palabra… Y así hasta que, para no
cansarlo en exceso, nos despedimos. Los dos sabíamos que era la última vez que
nos veíamos en este mundo. Le cogí la mano y se la apreté poniendo en ella el
corazón. Él me miró pagándome con su sonrisa de siempre, sólo que esta vez sus ojos
vivarachos y amables andaban hundidos en un perfil de delgadez sorprendente.
Cuando terminó la misa, el ataúd con sus restos, llevado a
hombros por numerosos amigos sacerdotes, cruzó, como en procesión, toda la catedral.
Esa catedral de la que él era también Canónigo Vice-Deán, hasta salir por la
Puerta del Perdón a la calle camino a Dios. Sus familiares lloraban. Algunos
sacerdotes lloraban. Numerosos acompañantes lloraban. El cielo se andaba
nublando. Yo, entonces, muy apenado, en la soledad, a ese Dios le dije: “Acoge, Señor, a tu siervo Santos en tu
reino, para que goce de tu banquete celestial por todos los siglos… Y a mí, Dios
mío, ayúdame, haciendo que mi convencimiento de tu existencia sea más fuerte
que mi deseo de que existas”.
Luego, el coche fúnebre con el féretro en su interior se
puso en marcha perdiéndose por la calle arriba hacia la infinitud.
Hasta la vista, amigo. Hasta siempre, querido don Santos,
santo.
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