Cuando uno de mis mejores amigos estaba mortalmente herido
por el cáncer y fui a visitarlo, me quedé, al verlo, profundamente
impresionado. Sin embargo, guardé la compostura, sonreí y le dije, con la pretensión
sobre todo de animarlo y darle fuerzas, que lo veía bien, pero que muy bien de
aspecto.
Me miró entonces fijamente y con lágrimas en los ojos me
dijo que me agradecía mis palabras. No sabes, amigo, lo que me duele cuando
alguien se cruza por mi lado y me dice lo mal que me ve. “Pero qué demacrado y estropeado
estás.” “No eres ni sombra.” “Estás muy flaco.” “Te veo fatal.” “Te has quedado
sin pelo.” “¿Es que tienes algo malo?...” Palabras que se dicen y salen por la
lengua como cuchilladas frías que congelan la sangre. Palabras ingratas y
miserables que duelen, que hieren, que matan.
A mí, una familiar mía, en mi sensible adolescencia, en cada
ocasión que venía del pueblo y me veía, una y otra vez me decía, como con asco,
con perversa intención, con recochineo sublime, remarcando hondamente las palabras:
“¡Hijo, pero qué largo y seco estás!” Y ante mi alarmante cambió en la
expresión y mi zozobra, se daba media vuelta y se perdía tan feliz.
Pasado el tiempo, tras tomar consciencia de que al decírmelo
y ver que me dejaba turbado y con la autoestima por los suelos, y ella
satisfecha en su amarga malicia, decidí hacerle oídos sordos. Y confieso de
todo corazón que se evitaba verla, mucho mejor.
Desde entonces, sabiendo lo que duele esas formas de
expresarnos, jamás he dicho a nadie ni qué bajo, ni qué seco, ni qué largo, ni
qué gordo, ni qué feo, ni qué calvo, ni qué viejo estás… Desde un principio me
negué a pagar con la misma moneda y eso que me sobraban las razones para
hacerlo. De ahí que siempre intente, ante la presencia de alguien, expresar
algo agradable, y si no me sale de dentro, guardo silencio. Porque nunca se
sabe el porqué de esa apariencia, la llaga que esconde, el calvario por el que
se puede estar pasando para que encima venga yo a cargarle con más peso y más
dolor.
Y el caso es que, pese a que todos sabemos que estas expresiones
molestan, levantan ampollas, no gustan, están de más, desaniman y hieren…, se
dicen con demasiada frecuencia. Algunos hasta parece que salen a la calle cada
día con la pistola cargada y no regresan a gusto si no la disparan a
quemarropa.
¿Y esto por qué? Seguro que es porque así descargan en
cierto modo el trauma que llevan dentro fruto de su propia disconformidad
consigo mismo. También porque la envidia ciega y uno ve en el otro lo que no
quiere ver en su propio espejo. Y no pocas veces lo hacen, sencillamente,
porque son malas personas.
Dejo aparte el pensar que pueden hacerlo por ignorancia. De
ignorancia nada. Todos nacemos con la impronta en la conciencia de que se debe
tratar a los demás como a ti te gustaría que te trataran, que es lo mismo que saber,
y más cuando no se te ha dado vela en ese entierro, que no has de decir a nadie
lo que no te gustaría que a ti te dijeran…
Pues a ver si lo hacemos para bien de todos.
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