Cada día las iglesias están más vacías. Las misas, para el
pueblo en general, se han convertido en un frío trámite de cumplimiento. Los
pocos fieles, la inmensa mayoría mayores o muy mayores, andan dispersos, como
huyendo de encontrarse con quienes no son de su agrado u odian, o simplemente los
juzgan como modelo de nada, negándose algunos a recibir la comunión de manos de
quien considera no es digno de ello e incluso, si es mujer, por el simple hecho
de serlo. Y luego salir de allí lo más rápido posible y volver a la monotonía
diaria sin más compromiso.
A niveles más altos, se hallan también creyentes
intelectuales con pensamientos y opiniones extremistas. Desde los que andan en
contra de la Iglesia a los que son acérrimos defensores de ella. Apareciendo en
la actualidad movimientos internos dispares, tales como los denominados progresistas,
que llegan a considerar, por poner un ejemplo, al Papa Francisco como todo un
regalo del cielo; y los denominados tradicionalistas que, sin tapujos, lo
tratan de masón para arriba e incluso de mafioso y antipapa.
Pobre Iglesia. Y triste espejo.
Y es que unos y otros dan pena y hasta vergüenza ajena. Para
los primeros, la Iglesia es carca, dictatorial, apegada al poder, llena de
boato, rica, fuera siempre de tiempo, retrógrada, severa, discriminadora, anclada
en tradiciones, imágenes, beaterías y estúpidas visiones que son alimentadas
para negocio. Para los segundos, la Iglesia es mundana, desposeída de su propio
lenguaje y ritos y liturgias seculares y solemnes, permisiva, feminizada, traidora,
de manga ancha, izquierdosa, adulterada, luterana, desordenada y a la que el
humo de satanás la he envuelto para cegarla.
Y claro, ante este panorama y estos dilemas no son pocos
los que dudan, se desconciertan y hasta pierden la fe y se alejan de todo. Y
más cuando escuchas a los no creyentes, con esa superioridad de creerse en
posesión de la verdad, apoyada en la ciencia y la razón, mostrando las
incongruencias históricas, ridiculizando los dogmas y las bases de la doctrina
cristiana así como criticado con dureza los textos de la Biblia, seleccionando
aquellos, tan llenos, sobre todo en el Antiguo Testamento, de atrocidades.
Y se discute y se entablan debates. La misma televisión los
fomenta de vez en cuando, apareciendo del lado de los que la atacan, personas
preparadas y bien formadas, convencidas de sus propios pensamientos. Y del otro
lado, hombres y mujeres laicos que hablan con recelo, como enfadados y molestos
contra todo, tristes, cuando no sacerdotes pusilánimes y acomplejados que,
dejados llevar por ya lo arreglara todo Dios y siempre en duda y conscientes de
los fallos y errores cometidos a lo largo de los siglos, pasan de puntillas
para no hacer el ridículo y no molestar ni herir a nadie.
Y ante esta confusión no cabe otra que apartarse,
desentenderse y que se apañen todos. O, imitando al avestruz, meter la cabeza
bajo el ala, hacer de mi vida un sayo, cumplir lo mejor que puedo y que para
todo lo demás maestros tiene la Santa Madre Iglesia…
Y los pastores creyentes mirándose el ombligo, subidos a la
cima de la pirámide, enfundados en sus propias convicciones, con miedo al
presente y mucho más al futuro… Burócratas de despacho y organizadores de
actos y reuniones. Y sin ver soluciones… Cuando la solución no debe ser otra
que buscar, con valentía, respuestas acudiendo a la base, a la raíz, a la
esencia, al Evangelio, a Cristo, a Jesús, a Dios, y superponer sus hechos y
palabras al momento actual.
Cada tiempo tiene su tiempo, y mientras no piquemos, desde el respeto y la comprensión, las
paredes cubiertas con mil capas de pintura, cales, cementos y barnices…, y
volvamos a la figura limpia de polvo y paja, de Jesús de Nazaret, para
conocerlo, amarlo, ser coherentes en comunidad y hablar de Él al mundo, estaremos
rizando el rizo y girando en el remolino del desconcierto sobre el que la barca
de la luz se hunde.
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