viernes, 20 de septiembre de 2019

EL ÉXITO DE UNA RUINA



                                                        El mundo, desgraciadamente, es real.
                       
                                                                       Jorge Luis Borges                                                                          


Me sequé las lágrimas con los dedos de las manos, fijé la mirada en un punto lejano del jardín y dejé que la lluvia de los recuerdos cayera, monótona, sobre la tierra de mis heridas todavía sin cicatrizar.

Estaba cansada de coleccionar frustraciones y de ser víctima de mi propio proceder crápula. Ni siquiera pude nacer con normalidad. Fue por cesárea. Como queriendo desde el principio dar la lata. Y fui a mi bola llevándome por delante cuanto se opusiera a mis pareceres. Primero a mis padres, a quienes les amargué la vida. Después a mis maestros y maestras, a los que despreciaba. Y siempre negándome a ser amable, servicial y buena. Nada me gustaba. Todo me era vulgar. Sólo en hacer dibujos, y sin saber por qué, encontré consuelo.

Meses antes de cumplir los dieciocho, y ya dejados desde hacía tiempo los estudios, me marché a la conquista del mundo y del sexo libre de la mano de un hippy drogata que conocí en una discoteca una noche de porros y ginebra. Mis padres ni siquiera dieron parte. “Mejor para todos." Y se hicieron a la idea de que estaba muerta. Mi hermano, tres años mayor que yo, dejó de hablarme para siempre. Ni en la hora de la muerte.

En mi pueblo se creó una especie de consigna para no pronunciar ni mi nombre, y de hacerlo era para ponerme de fracasada y alocada pervertida. En Madrid vendí pulseras de cuero y collares de colores y trafiqué con droga. Por lo que pasé varias veces por la cárcel. En Barcelona gasté muchas horas limpiando los retretes de un hotel cercano a las Ramblas. En París viví tres años en un barrio extramuros, cerca del Sena, donde tomé parte de un grupo de prostitutas que hacían la calle en busca de extranjeros y artistas bohemios. Hasta que me quiso solo para él un poeta que admiraba a Germain Nouveau y que estaba casado con una alemana con la que tenía cuatro hijos. Aborté voluntariamente dos veces. La segunda después de que un día me dejara por una cubana que conoció en un encuentro de poetas de la experiencia. Trabajé también de camarera en un hotel israelí. Trabajo que no me daba el dinero suficiente para cubrir mis caprichosos gastos y me obligaba a hurtar a los turistas.

Me quedé de nuevo embarazada cuando aterricé en Argentina. Allí llegué de la mano de un tanguista con el que compartí, en Corea del Sur, un verano de trabajo y diversión.

Durante mi embarazo volví a reencontrarme con la pintora que llevaba escondida en mí. Hacía dibujos en un cuaderno. Me inspiraba mi estado, ser ahora consciente de que mis entrañas corría una nueva sangre. Pero algo me lo estaba diciendo. Una tarde, al regresar a casa encontré una nota de despedida y de traición. Lo suficiente como para beberme de un trago una botella de güisqui y tomarme un tubo de barbitúricos que me pusieron, de pronto, más cerca del filo del acantilado de la sombras que de la ladera de la esperanza que trae cualquier amanecer.

Al abrir los ojos vi una luz malva y una silueta verde que me daban la bienvenida al mundo de los vivos. Pero regresaba sola, una vez más este alocado destino de soledad se reía de mí desde algún punto oscuro de mi propia tragedia.

En aquel centro psiquiátrico, entre sonámbulos de escarcha, consumí seis meses de desilusión y desprecio. Me negaba a hablar con nadie, odiaba los espacios abiertos y sobre todo despreciaba al ser humano. Sólo dibujaba.

El doctor Díaz, probablemente como terapia, me habló de que debía pasar al óleo y en la tela expresar todas mis vivencias. El conocía a un amigo galerista prestigioso que no tendría inconveniente en darlos a la luz. Le debía favores. Todo era cuestión de un buen montaje. De paso podrían hacer mucho bien a otros. A mí, al principio, me interesó poco la oferta, pero al final me encontré en una sala repleta de fotógrafos, cámaras de televisión, personalidades y mucho público que miraba con cierto asombro mis primeros quince cuadros allí colgados.

Pero aquello no tenía sentido, yo era una fracasada, nada había hecho bien en mi puñetera vida. Ni siquiera tenía ciudad, ni familiares, ni amigos, ni hijos, ni futuro… Y la verdad, dicho sea de paso, tampoco mis pinturas eran gran cosa: solo brochazos llenos de grises, negros y ocres. Me faltaba técnica, saber de perspectivas, mezclar colores…

El doctor Díaz hizo algo más por mí que dar a conocer mis obras. Me convenció de que todo lo negativo de una vida puede transformarse en positivo, en grandeza, en ejemplo para toda la humanidad. Yo lo que tenía que hacer era pintar, a lo bruto, sin corsés, vomitando en el lienzo mis angustias, mis luchas, mis altibajos, mis frustraciones…, y ya se encargaría un culto “negro pintor” de perfilar ciertas cosas. Aquí lo que importa es lograr, no solo tu regeneración, sino la regeneración de otros muchos fracasados y heridos en esta guerra de apariencias y consumismo.

Y me fui convenciendo por mí misma, comprobando cómo otros hombres y mujeres de la historia cambiaron su fracaso personal porque, por esas rarezas de la vida, les llegó la fama. El triunfo es la alquimia que transforma en efectivo el sentido de la realidad.

Y lo comencé a experimentar en mí misma. Pintaba cualquier cosa y ¡oh maravilla! Por lo que a medida que el éxito me sonreía, las puertas de la consideración y el respeto se me abrían en plenitud. La prensa, la radio y la televisión hablaban de mí con sentida admiración, y en las reseñas biográficas que se daban de mí nunca se hablaba de fracaso ni de culpabilidad propia sino de víctima inocente y ejemplo a imitar. ¡Dios, qué cosas! Así, mi infancia fue dura, me maltrataron. Mis maestros no evidenciaron el talento de su mejor alumna. Mis padres no comprendieron que yo era especial. Mi hermano fue un idiota envidioso. Mi pueblo no eran más que un sitio rústico incapaz de aceptar el proceder de los pájaros libres. El sistema educativo evidenciaba su gran fracaso al no ser capaz de llevarme a la universidad. Las ciudades del mundo no supieron acoger el genio de una soñadora. Mis compañeros de amores no percibieron el olor de la fragancia de una flor exquisita... E incluso mis relaciones íntimas con mi nuevo amante, el doctor Díaz, casado con una arquitecta de Bahía Blanca y padre de dos niñas, fueron deferentes y consideradas.

De mi ciudad natal recibí numerosos telegramas oficiales de felicitación así como una carta firmada por el señor alcalde en la que se me comunicaban que la corporación en pleno, por unanimidad, me concedían la medalla de oro y el nombramiento de hija predilecta, así como ponerle mi nombre a una de las calles más importantes. Incluso me dijeron que se había formado una comisión que trabajaba colectando donativos para hacerme un monumento a tamaño natural en bronce… Mi país me proponía para los premios más distinguidos, e incluso me hacían llegar mensajes de mi posible nombramiento como miembro de la Real Academia de las Bellas Artes. Los mejores museos y las galerías más importantes se interesaban por mis obras…

Un día, antes de sonar el despertador, recibí una llamada telefónica. Mi madre, feliz, me hablaba como si no hubiera pasado nada. Mi padre, algo más escueto, se despidió en el deseo de vernos pronto. “Te queremos, hija, te echamos mucho de menos. Estamos orgullosos de ti”. Y mi hermano, emocionadísimo, hasta me pidió perdón. ¡La leche!

Miré por la ventana y hacía sol. Bajé al jardín y me senté en el banco donde solía pintar con asiduidad, bajo la sombra de un olmo centenario, siempre junto a mi inseparable Chivas Regal, 25 years. Y comencé a llorar, despacio, serenamente, casi con gozo..., el éxito de mi ruina.









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