El mundo, desgraciadamente, es real.
Jorge Luis
Borges
Me sequé las lágrimas con los dedos
de las manos, fijé la mirada en un punto lejano del jardín y dejé que la lluvia
de los recuerdos cayera, monótona, sobre la tierra de mis heridas todavía sin
cicatrizar.
Estaba cansada de coleccionar
frustraciones y de ser víctima de mi propio proceder crápula. Ni siquiera pude
nacer con normalidad. Fue por cesárea. Como queriendo desde el principio dar la
lata. Y fui a mi bola llevándome por delante cuanto se opusiera a mis
pareceres. Primero a mis padres, a quienes les amargué la vida. Después a mis
maestros y maestras, a los que despreciaba. Y siempre negándome a ser amable, servicial
y buena. Nada me gustaba. Todo me era vulgar. Sólo en hacer dibujos, y sin
saber por qué, encontré consuelo.
Meses antes de cumplir los
dieciocho, y ya dejados desde hacía tiempo los estudios, me marché a la
conquista del mundo y del sexo libre de la mano de un hippy drogata que conocí
en una discoteca una noche de porros y ginebra. Mis padres ni siquiera dieron
parte. “Mejor para todos." Y se hicieron a la idea de que estaba muerta.
Mi hermano, tres años mayor que yo, dejó de hablarme para siempre. Ni en la
hora de la muerte.
En mi pueblo se creó una especie de
consigna para no pronunciar ni mi nombre, y de hacerlo era para ponerme de
fracasada y alocada pervertida. En Madrid vendí pulseras de cuero y collares de
colores y trafiqué con droga. Por lo que pasé varias veces por la cárcel. En
Barcelona gasté muchas horas limpiando los retretes de un hotel cercano a las
Ramblas. En París viví tres años en un barrio extramuros, cerca del Sena, donde
tomé parte de un grupo de prostitutas que hacían la calle en busca de
extranjeros y artistas bohemios. Hasta que me quiso solo para él un poeta que
admiraba a Germain Nouveau y que estaba casado con una alemana con la que tenía
cuatro hijos. Aborté voluntariamente dos veces. La segunda después de que un
día me dejara por una cubana que conoció en un encuentro de poetas de la
experiencia. Trabajé también de camarera en un hotel israelí. Trabajo que no me
daba el dinero suficiente para cubrir mis caprichosos gastos y me obligaba a
hurtar a los turistas.
Me quedé de nuevo embarazada cuando
aterricé en Argentina. Allí llegué de la mano de un tanguista con el que
compartí, en Corea del Sur, un verano de trabajo y diversión.
Durante mi embarazo volví a
reencontrarme con la pintora que llevaba escondida en mí. Hacía dibujos en un
cuaderno. Me inspiraba mi estado, ser ahora consciente de que mis entrañas
corría una nueva sangre. Pero algo me lo estaba diciendo. Una tarde, al
regresar a casa encontré una nota de despedida y de traición. Lo suficiente
como para beberme de un trago una botella de güisqui y tomarme un tubo de
barbitúricos que me pusieron, de pronto, más cerca del filo del acantilado de
la sombras que de la ladera de la esperanza que trae cualquier amanecer.
Al abrir los ojos vi una luz malva
y una silueta verde que me daban la bienvenida al mundo de los vivos. Pero
regresaba sola, una vez más este alocado destino de soledad se reía de mí desde
algún punto oscuro de mi propia tragedia.
En aquel centro psiquiátrico, entre
sonámbulos de escarcha, consumí seis meses de desilusión y desprecio. Me negaba
a hablar con nadie, odiaba los espacios abiertos y sobre todo despreciaba al
ser humano. Sólo dibujaba.
El doctor Díaz, probablemente como
terapia, me habló de que debía pasar al óleo y en la tela expresar todas mis
vivencias. El conocía a un amigo galerista prestigioso que no tendría
inconveniente en darlos a la luz. Le debía favores. Todo era cuestión de un
buen montaje. De paso podrían hacer mucho bien a otros. A mí, al principio, me
interesó poco la oferta, pero al final me encontré en una sala repleta de
fotógrafos, cámaras de televisión, personalidades y mucho público que miraba con
cierto asombro mis primeros quince cuadros allí colgados.
Pero aquello no tenía sentido, yo
era una fracasada, nada había hecho bien en mi puñetera vida. Ni siquiera tenía
ciudad, ni familiares, ni amigos, ni hijos, ni futuro… Y la verdad, dicho sea
de paso, tampoco mis pinturas eran gran cosa: solo brochazos llenos de grises,
negros y ocres. Me faltaba técnica, saber de perspectivas, mezclar colores…
El doctor Díaz hizo algo más por mí
que dar a conocer mis obras. Me convenció de que todo lo negativo de una vida
puede transformarse en positivo, en grandeza, en ejemplo para toda la
humanidad. Yo lo que tenía que hacer era pintar, a lo bruto, sin corsés, vomitando
en el lienzo mis angustias, mis luchas, mis altibajos, mis frustraciones…, y ya
se encargaría un culto “negro pintor” de perfilar ciertas cosas. Aquí lo que
importa es lograr, no solo tu regeneración, sino la regeneración de otros
muchos fracasados y heridos en esta guerra de apariencias y consumismo.
Y me fui convenciendo por mí misma,
comprobando cómo otros hombres y mujeres de la historia cambiaron su fracaso
personal porque, por esas rarezas de la vida, les llegó la fama. El triunfo es
la alquimia que transforma en efectivo el sentido de la realidad.
Y lo comencé a experimentar en mí
misma. Pintaba cualquier cosa y ¡oh maravilla! Por lo que a medida que el éxito
me sonreía, las puertas de la consideración y el respeto se me abrían en
plenitud. La prensa, la radio y la televisión hablaban de mí con sentida
admiración, y en las reseñas biográficas que se daban de mí nunca se hablaba de
fracaso ni de culpabilidad propia sino de víctima inocente y ejemplo a imitar.
¡Dios, qué cosas! Así, mi infancia fue dura, me maltrataron. Mis maestros no
evidenciaron el talento de su mejor alumna. Mis padres no comprendieron que yo
era especial. Mi hermano fue un idiota envidioso. Mi pueblo no eran más que un
sitio rústico incapaz de aceptar el proceder de los pájaros libres. El sistema
educativo evidenciaba su gran fracaso al no ser capaz de llevarme a la
universidad. Las ciudades del mundo no supieron acoger el genio de una
soñadora. Mis compañeros de amores no percibieron el olor de la fragancia de
una flor exquisita... E incluso mis relaciones íntimas con mi nuevo amante, el
doctor Díaz, casado con una arquitecta de Bahía Blanca y padre de dos niñas,
fueron deferentes y consideradas.
De mi ciudad natal recibí numerosos
telegramas oficiales de felicitación así como una carta firmada por el señor
alcalde en la que se me comunicaban que la corporación en pleno, por
unanimidad, me concedían la medalla de oro y el nombramiento de hija
predilecta, así como ponerle mi nombre a una de las calles más importantes.
Incluso me dijeron que se había formado una comisión que trabajaba colectando
donativos para hacerme un monumento a tamaño natural en bronce… Mi país me
proponía para los premios más distinguidos, e incluso me hacían llegar mensajes
de mi posible nombramiento como miembro de la Real Academia de las Bellas
Artes. Los mejores museos y las galerías más importantes se interesaban por mis
obras…
Un día, antes de sonar el
despertador, recibí una llamada telefónica. Mi madre, feliz, me hablaba como si
no hubiera pasado nada. Mi padre, algo más escueto, se despidió en el deseo de
vernos pronto. “Te queremos, hija, te echamos mucho de menos. Estamos
orgullosos de ti”. Y mi hermano, emocionadísimo, hasta me pidió perdón. ¡La
leche!
Miré por la ventana y hacía sol.
Bajé al jardín y me senté en el banco donde solía pintar con asiduidad, bajo la
sombra de un olmo centenario, siempre junto a mi inseparable Chivas Regal, 25 years. Y comencé a
llorar, despacio, serenamente, casi con gozo..., el éxito de mi ruina.
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