Temidos Juancaballos:
Vosotros existís y, frecuentemente, una y otra vez, con sigilo, salís de vuestros escondrijos, y no sólo robáis alimentos y destrozáis cosechas, sino que, como siempre ha sido, incluso devoráis a las personas.
Y es cierto. No hay dudas. Vosotros, los Juancaballos, existís. Lo sé a ciencia cierta porque yo mismo os he visto con mis ojos. Lo que ocurre es que ahora sois más listos, habéis sabido adaptaros a los tiempos y habéis aprendido a ocultaros de manera extraordinaria por todo el mundo. Y es por eso que, pese a estar muy cerca, pasáis desapercibidos. Pero hacéis mucho daño, porque vuestra única misión es destruir, asolar, aniquilar, aterrorizar, provocar cataclismos y catástrofes…, matar.
Yo os vi un atardecer al bordear un camino y sorprenderos impasibles sobre un pequeño cerro. Os miré absorto. Me mirasteis como estatuas. Hasta dudé de que estuvierais vivos. Os hice cara pese al miedo. Segundos después, como con desprecio, lentamente, girasteis sobre vosotros mismos y os perdisteis por el terraplén.
Yo he tenido que decidirme. Y lo he hecho por la segunda opción. Ya sé que me expongo al menosprecio, a que todos vosotros haréis piña por la causa y me lo pagaréis buscando devorarme. Sois, además de partidistas, intolerantes y rencorosos, vengativos inmisericordes. De ahí también que cuando no os salís con la vuestra soltáis coces y relincháis. Y es que en el fondo no sois otra cosa que salvajes.
Y nada más, sólo deciros por último que los pueblos están llenos de gente buena que, con sus virtudes y defectos, trabaja, se esfuerza, construye, sueña… y que por más que vosotros, los Juancaballos, seáis muchos y logréis destrozar espacios y vidas, no lo conseguiréis del todo, porque de igual modo son muchos los hércules dispuestos a haceros frente y no desfallecer hasta salir victoriosos.
Y esto es algo que no debéis olvidar.
Un saludo.
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