viernes, 25 de noviembre de 2022

CLARIDAD DE LUNA

                                                       En homenaje a los enfermos de Alzheimer

                                                           


Su madre sufrió de Alzheimer y murió cuando él acababa de cumplir los cincuenta. Le entró un poco de miedo. Había oído decir que unos de los factores de riesgo de contraer la enfermedad era el de los antecedentes familiares. Pero pronto apartó de su mente esos malos augurios y continuó una vida normal, repleta de dificultades, luchas, desasosiegos y esperanzas… Esfuerzos que desembocaron en una ansiada jubilación, que decidió disfrutar. Paseaba, viajaba, leía, conversaba con los amigos, hacía manualidades de esparto… Hasta que comenzó a notar rarezas en sus propias actitudes y comportamientos. Sus más allegados no tardaron en etiquetarlo, entre ironías y risas, de despistado y olvidadizo, extraño… Eso, unido a la edad que ya contaba, y hombre inteligente que era, lo llevaron a la conclusión de que, sin querer, su vida se había adentrado en una vereda de sombras, en un espacio de grises hacia el negro, seguramente en un camino de nunca retornar.  

Se puso entonces en manos de médicos que no le mintieron. Él exigió la verdad. Un atardecer, pidió a su esposa, que le acompañase al viejo mirador de la muralla, donde aquella tarde lejana de primavera, siendo apenas dos adolescentes, se dieron el primer beso. Se sentaron cogidos de la mano. A lo lejos, como entonces, comenzaba a aparecer en lo alto del cielo una grandiosa luna llena; radiante plenilunio tan hermoso como un suspiro eterno. Pronto ya no conoceré a nadie. Pero a ti jamás dejaré de conocerte. Y si alguna vez lo dudas, bastará con que me lo preguntes.

            

Sufrieron un tiempo. La enfermedad, como una araña insomne, poco a poco lo fue envolviendo en su tela invisible sorbiéndole por completo la memoria y los sueños. Raquel lo cuidaba con suma paciencia y lo conducía casi a diario a las dependencias de una asociación cercana que lo atendía y dignificaba. Hasta que una tarde, al ir a recogerlo con urgencia, lo notó tremendamente triste. Algo dentro de él se había empeñado en dejar de dar cuerda a su reloj más hondo. Cuando llegó a la casa se dejó caer en su sillón de toda la vida perdiendo la mirada en una línea infinita dibujada más allá del horizonte. Y ya no quiso comer ni beber nada. La saliva se le escapaba por la comisura de los labios con una lentitud benevolente. Poco después, cerró los ojos, como muy cansado. Sus manos temblaban. Respiraba con dificultad. Raquel lo miraba conmovida y melancólica. Y lo vio tan hundido que se atrevió a hacerle la pregunta que nunca hasta ahora quiso hacerle: Luis, amor, ¿quién soy yo? Él abrió los ojos como quien intenta levantar, ya roto por el cansancio, dos columnas de mármol. Giró despacio la cabeza hacia ella y la miró sin inmutar el rostro. Después pareció hacer un ligero gesto como si negara con la cabeza. 

 

Entonces, su esposa, su compañera de toda la vida, la que compartió con él todos los trabajos, gozos y pesares que los calendarios nos regalan con sus hojas caducas, tan ásperos a veces que ni siquiera quisieron darles un hijo, le acarició las mejillas y le dijo al oído muy despacio, casi silabeando, dulcemente: “¿Quién soy yo? No lo sabes, ¿verdad?”.

 

Durante unos segundos no ocurrió nada. Raquel miraba a Luis con veneración, rota por dentro. Y Luis miraba a Raquel como quien mira un paisaje lejano en una terrible noche oscura… 

 

Pero de repente, el hombre abrió los ojos con mayor intensidad, como queriendo saltar los iris de sus círculos, mientras intentaba deslizar muy lentamente su mano izquierda hacia la mano derecha de ella, al tiempo que la otra se la llevaba torpemente hacia el pecho, cerca del corazón. Se hizo, en esos instantes, un silencio profundo, como si el universo se hubiera detenido… Y Raquel, en medio de aquella sinfonía sin notas, vio cómo de los ojos de él, ahora hundidos y tristes, se deslizaban dos lágrimas serenas y brillantes. Lo contempló emocionada. Le sonrío. Y le pareció que él le sonreía también, por eso se atrevió a besarlo en la frente, con toda la ternura y delicadeza del mundo, como quien besa a un dios que se hace cercano y anda despidiéndose para siempre. Acto seguido, Luis dejó caer sus manos como a plomo y entró en coma a la vez que cerraba los párpados para nunca ya volverlos a abrir. 

 

Fuera, dentro de una noche fría de otoño, en la oscuridad del cielo, alumbraba de nuevo una luna grande y redonda.      

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