El día 28 de febrero de 2013, a las ocho en punto
de la tarde, la guardia suiza pontificia dejó la vigilancia y las puertas del
palacio papal de Castel Gandolfo se cerraron. En esos instantes, el Papa
Benedicto XVI dejaba vacante la silla de Pedro.
El Papa,
mejor dicho, Joseph Ratzinger, volvía a la soledad, a encontrarse consigo
mismo, con su yo de entonces, de cuando decidió seguir en los primeros años de
su vida a Cristo desde la entereza de su corazón para darse a los demás desde
sus talentos y, sobre todo, poder alcanzar la salvación eterna.
No nos
engañemos, todo cristiano, todo católico convencido de verdad, en el fondo,
sobre todas las cosas, espera, confía en que cuando llegue la hora de su
muerte, cierta e inevitable, de la que no se puede escapar, Dios lo abrace y lo
recompense resucitándolo para que goce de su banquete eterno.
De ahí que
todo cristiano, católico de verdad, intente alejarse del pecado, estar en paz
con su conciencia. Nada le agradan las luchas ni nada material le mueve. Todo
lo contrario, sabe que muchos de los que lo rodean no hacen más que medrar a
costa suya, ansían poderes y privilegios, andan envueltos en la hipocresía más
denigrante, son sucios, falsos, traidores, hasta satanases disfrazados de
luz... Y un Papa tiene que luchar contra ellos, y encima de manera prudente,
pacífica, nada escandalosa... Y así un día y otro. Agobiante. Cada mañana sobre
la mesa de su despacho cientos de documentos indignos, amenazantes, divisorios,
desconcertantes... a los que dar respuesta y solución. Cada tarde, presiones, solicitudes,
críticas, denuncias, intolerancias, relajaciones... Y claro, llega el momento
en que un Papa, pasados ya los ochenta, cansado, delicado de salud, por muy
Papa que sea, se mira a sí mismo y se da cuenta de que no puede más, y lo que es
peor, se irrita, se desconcierta, sufre, no comprende, se harta..., y, claro, él mismo se
ve perdiéndose en medio de la jungla de las oscuridades. De ahí que, lógicamente,
haya decidido retirarse a la soledad más absoluta para encontrar esa paz del
peregrino que anda ya su última etapa, y unirse así, sin sombras, en alma y cuerpo,
con el único que tiene en verdad que hacerlo, olvidándose de todo y de todos,
con su Señor Salvador.
Y eso ha
hecho Benedicto. Y ha sido valiente hasta el extremo, y más después de la lección
de su antecesor Juan Pablo II, que murió abrazo a la cruz del dolor, cayéndose
de anciano y enfermo, siendo fervientemente alabado por todos y puesto como
ejemplo a seguir por la misma Iglesia. Benedicto ha sido valiente y no ha
seguido esos mismos pasos. Su paz y su salvación ante todo. ¿Para qué quiere
uno el mundo si pierde su alma? Benedicto así, ha dado, al mismo tiempo, toda
una lección a tanto mequetrefe mundial agarrado al cargo como una ventosa. Pero
Benedicto he hecho más, nos ha mostrado un sendero, nos ha abierto una puerta
al futuro, tanto a próximos papas como a todos los seguidores de Cristo. Yo
mismo, en cuanto pueda, en cuanto vea que mis fuerzas no responden al vigor que
necesito, seguiré su ejemplo, y me retiraré a mi convento particular de
clausura, lejos de todo y de todos, para sólo orar, meditar y estar con quien
ha de ser mi juez, mi luz, mi descanso y mi eternidad. La selva en la que habitamos está cada
vez más llena de hienas, buitres y serpientes, algunas tan venenosas que, si te
descuidas, cualquier picadura te puede llegar a cegar y costarte la muerte para
siempre. Demasiado peligroso y demasiado en juego como para andar a cierta edad
metido en la vorágine.
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