Llegué a la capital de Austria cuando caía la noche. Hacía
frío pero el calor del ambiente lo aminoraba. Subí a una carroza de la época y
me adentré en la ciudad. Calles equilibradas, serenas, llenas de misterio,
mágicas... Después, a pie, anduve por las viejas callejas por las que me salían
al paso eternos fantasmas, músicos geniales, poetas malditos, pintores
vanguardistas, artistas por el amor al arte… Y preso de compañías eternas, casi
congelado ya por tantos siglos de Historia, un vino caliente en una de las
tascas instaladas en una vieja plaza vino a mi encuentro hasta
llevarme a un sueño hecho mañana envuelto en grandezas.
Visité palacios, museos, exposiciones, tiendas… Y me adentré
en el soberbio gocé de poder asistir en el Teatro de la Ópera Estatal a la excepcional
obra “Las bodas de Fígaro” del genial Wolfgang Amadeus.
También visité la Biblioteca Nacional Austriaca,
una de las más bellas del mundo y en la que se conservan más de
200.000 libros impresos entre los años 1500 y 1850.
Entre ellos podemos apreciar la colección de 15.000 volúmenes del Príncipe Eugenio de Saboya. Dignos son igualmente
los muchos libros procedentes de conventos que fueron cerrados a causa de
diversas reformas políticas.

Mas pese a todo, Viena, es algo especial. Es un vals en las pupilas del alma, una sinfonía de pompas de jabón que ya no dejan de caer con su música de colores en el corazón hasta la muerte. Por eso, al despedirme de ella, tras mirarla por última vez a lo lejos desde el taxi que me conducía al aeropuerto, me volvió a parecer tan bella como cuando llegué a ella, más bella aún, porque, sobre todas las cosas, pude comprobar, como dijo el escritor Karl Kraus, que sus calles están pavimentadas con cultural…, y dentro de la cultural –añado yo–, con poesía. Casi nada.
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