Hemos conmemorado el 25 aniversario de la caída del muro de
Berlín. Los que vivimos aquel acontecimiento y fuimos testigos de su derrumbe,
entre vítores y lágrimas de quienes abrían un espacio por el que pasar y poder
volver a abrazarse los del oeste con los del este, no podemos dejar de
olvidarlo y de seguir congratulándonos de ello, porque siempre que un muro cae,
el hombre se alza más en la conquista de la libertad, su mayor tesoro.
Odio los muros. Me avergüenzan las murallas. Mi indignan las
alambradas… Me entristecen los separatismos... El mundo se hizo redondo
precisamente para que no tenga arriba ni abajo, derecha ni izquierda… El mundo
es una unidad en sí misma… y nada es de nadie. Las montañas, los mares, las
llanuras, los valles…, están ahí, no los creamos, nos fueron dados, son de
todos, espacios para la flora y la fauna, también para el hombre…, para que el
hombre los controle, los mejore, les saque beneficios…, pero no para que el
hombre los posea sólo para su propio provecho individualista.
El mundo es una globalidad. Y cada vez más. Los medios de
comunicación, las televisiones, internet…, nos hacen a todos ser ciudadanos de
una misma aldea. Las diferencias entre nosotros son cada vez más mínimas.
Estamos tremendamente enlazados dentro de una red de intereses políticos,
económicos, sociales, culturales… inmersos en un mismo destino de futuro, viajeros
en una misma nave hacia el infinito del cosmos.
De ahí que no entienda estos movimientos separatistas de
algunos. O es que andan, contra lo que puede parecer, hacia lo retrógrado y lo
reaccionario, o son los últimos coletazos de quienes, aturdidos por los
acontecimientos vertiginosos que se vienen dando, se resisten a abrir mente y
corazón, y aceptar que todo ha cambiado y que yo no existe el tuyo y el mío,
sino el nosotros.
Los países que se encierran en ellos mismos. Que imponen por
la fuerza a sus habitantes el aislamiento, que quieren separarse, que levantan
muros…, están condenados al fracaso. Ya lo estamos viendo en muchos lugares del
planeta. Mas, pese a todo, no escarmentamos. Volver o quedarse en el pasado
sólo es cosa de personas cortas de vista. También cuando a mi pueblo llegó la
luz eléctrica, a finales del siglo XIX, mis viejos paisanos entendieron que
eran cosas del demonio, que aquello no tenía porvenir…, y se rieron y burlaron
de aquellas primeras bombillas que se fundían cada dos por tres. “Gran fracaso”,
decía uno de los periódicos locales. “La ciudad está más a oscuras que nunca.
Como las lámparas de petróleo, nada. Esto no tiene porvenir.” ¡Qué listos! Pues
lo mismo que sucede ahora con resistirse a aceptar que sólo hay futuro si lo
andamos unidos. Pero no se preocupen quienes están tristes, por ejemplo, con la
posible separación de Cataluña… De llevarse a cabo, ya vendrán los días en que
ellos mismos pedirán volver a la unidad en aras a que muchos siglos permanecimos
juntos, éramos hermanos. Y es que los muros que separan, tarde o temprano, igual
que se levantan, caen. Y, si no, al tiempo.
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