Comienza el espectáculo. Ya está aquí la Semana Santa. Ya
están preparados los tronos repletos de flores y de velas. Las túnicas
planchadas. Los cirios expectantes para ser encendidos. Los vestidos de
mantilla impolutos sostenidos en las perchas. Los tambores tensados, las cornetas
brillantes, los enseres incólumes… Y las comidas dispuestas para la gran
degustación familiar… Ya sólo falta que el tiempo sea bueno y luzca el sol.
Comienza el
espectáculo, los desfiles penitenciales, las procesiones... Y no digo yo que
todo sea parafernalia. Sé que hay cristianos católicos que se lo toman muy en
serio. Costaleros que se meten bajo los tronos, mujeres de mantilla y
penitentes que procesionan por verdadero sacrifico y penitencia, en puro recogimiento
y oración. Cristianos congruentes, ejemplares, comprometidos con su cofradía, a
la que muchos pertenecen desde niños, trabajando en ella todo el año, más allá
del simple sentimiento del momento, con honda devoción a sus Titulares sabiendo
que son medios para llegar al Dios que habita dentro del alma. Pero también hay
muchos que lo hacen por simple tradición, sin sentido, sin saber siquiera por
qué o para qué lo hacen, tal vez porque salen los amigos, por romper la
monotonía, por la inercia de la misma sociedad, por tomar parte de la diversión
que toca.
Comienza el espectáculo. Los bares andan llenando sus
neveras de exquisitos manjares. Las terrazas aseadas para el servicio de mesas.
Los restaurantes y hoteles reservados… Los vendedores de globos, puritos
americanos, pipas y golosinas dispuestos para hacer su agosto, y hasta las
monjas andan preparando sus magdalenas, roscos y hornazos típicos para
venderlos por el torno.
Comienza el espectáculo. Y en medio de todo ello nada menos
que la conmemoración de la pasión, muerte y resurrección de Jesucristo. Gentío
en las calles y plazas. Multitud detrás de los pasos. Aglomeración para ver las
salidas. Y muchos jóvenes y niños, hombres y mujeres de cháchara, de bromas, de
risas, de juerga, con las copas en la mano mientras pasa a su lado la imagen de
un Cristo sufriente o una Virgen dolorosa. Y mientras tanto, vacías las
iglesias, cuatro gatos rezándole al Santísimo y algunos viejos y poco más, para
contraposición, en todo caso, acudiendo a los carcas oficios.
Comienza el espectáculo. Críticas asombrosas y rasgada de
vestiduras porque este año tal Cristo iba vestido de peor manera que al año
anterior, y la cual Virgen sin palio, y se ha tocado mucho peor la marcha de la
antigua cofradía, y se ha mecido de manera descompasada el nuevo trono después
de haberle cambiado las trabajaderas, y se han ido los músicos en medio de la
procesión porque estaban contratados sólo por dos horas, y el redoblante de la
hermandad más prestigiosa falló en su lucimiento por la plaza, se le cayeron
los palillos… ¡Qué desastre! ¡No sé dónde vamos a llegar!
Comienza el espectáculo… Y en medio de todo ello, Dios se entrega,
se sacrifica, sufre, padece y muere por nosotros. Muere ese Dios hecho Hombre
que nos pide ser limpios, justos, entregados, honestos, veraces, fieles,
libres, coherentes, generosos, esperanzados, dados a los más necesitados… Que
nos pide no pecar. Un Dios para ser adorado, amado, seguido, predicado de
palabra y de obra. Un Dios al que hay que llevar en el corazón todo el año. Un
Dios que es amor pero no un pelele al que cogemos, levantamos, paseamos y
soltamos como un títere de feria. Un Dios al que hay que acudir y comulgarlo
como alimento de vida. Un Dios, dicho sea de paso, ante el que hay que
arrodillarse cuando es elevado en la Consagración y cada vez que pasa por tu
lado hecho Eucaristía. Un Dios que si algo no es, es eso, un espectáculo.
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