Lo que se pierden los jóvenes.
Ya no se escriben cartas. Ahora, en todo caso, se envían
wasap y correos electrónicos.
Lo que nos perdemos todos sumergiéndonos en la frialdad de
las máquinas y las computadoras.
Hoy todo el mundo envía y recibe correos, algunos adjuntando
fotos, montajes o vídeos sacados de You Tube. Otros, por aburrimiento, por el
simple hecho de decir algo, por solicitar alguna cosa… Correos fríos, apáticos,
sin espíritu. Correos que empiezan con un “buenos días”, o “buenas tardes” o “buenas
noches”, para evitar poner “estimado” o “querido” o “muy querido”, no sea que
se malinterprete, y despidiéndose con un simple “hasta otra”, o todo lo más “un
saludo”, no sea que si ponemos “un beso” o “un abrazo”, entiendan lo que no es.
Y escribo esto porque yo, dejándome llevar por esta práctica
moderna, cansado además de encabezar mis correos con un “querido…” y terminar
con un “fuerte abrazo”, para recibir por respuesta un frío “buenos días, Ramón”
y terminando con un “cordial saludo”, tratándose además de alguien a quien
tengo en gran consideración y aprecio, cuando no entre los que más amo, he
recibido hoy un correo de una mujer, funcionaria, a la que no conozco personalmente, que hace
unos días me llamó por teléfono, no para pedirme nada, como suele ser lo normal,
sino para ofrecerme sueños de artes, de poesía y de teatro sin contraprestación
alguna a cambio. Sólo me pedía le hiciese un escrito descriptivo de mi
situación. Y se lo adjunté con una breve introducción: “Estimada señora…”, para
terminar con un lacónico: “gracias, quedo a su disposición.”
Pues bien, esta mañana he recibido su respuesta: “Querido
amigo…” Terminando con “ha sido un placer tratar contigo, recibe un fuerte
abrazo”. Impresionante. Hasta he sentido emoción. Con su correo he vuelvo a revivir
el calor de las cartas de la juventud, de cuando te escribía un amigo, un ser
amado, la mujer a la que tanto amabas… Y abrías el sobre en un ritual de
temblor de manos y desplegabas el papel como quien descubría un mundo luminoso, y
te embriagabas de las palabras escritas a mano, artesanales, personales,
irrepetibles… Y luego volvías a plegar la hoja y la guardabas de nuevo dentro
del sobre, para más tarde volverte a esconder en la soledad y una vez más leerla
saboreándola palabra por palabra… Y así una y otra vez, hasta cien veces. Cartas
que conservabas por mucho tiempo, por años, de por vida, como si no quisieras
perderlas porque las considerabas como un pequeño tesoro de valor incalculable.
Añoro este tipo de cartas. Cartas que ya sólo escriben, en
todo caso, algunos románticos, como ese viejo amigo que conocí el día que
llegue a Villanueva para ejercer mi profesión de maestro y que hoy también,
cosas del destino, después de más de treinta y cinco años sin tener contacto,
me ha escrito por carta postal para decirme que pese al tiempo y la distancia –ahora
vive en Chiclana de la Frontera– tan
sólo me escribe porque me ha recordado y simplemente le apetecía saludarme por
escrito y expresarme su aprecio.
Cosas de viejos ebrios de añoranzas, dirán algunos. Cosas
hermosas que se las están llevando los ladrones de almas, digo yo.
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