Ayer asistí a un curso impartido por una autoridad teatral
en Sevilla. El lugar del encuentro era un instituto de enseñanza media. Al
llegar a primera hora de la mañana, me llamó la atención el ver en la puerta de
entrada a numerosos chicos y chicas junto a varias personas mayores. “¡Qué
maravilla!” Me dije. “El teatro vuelve a estar de moda. De nuevo hay jóvenes y
personas mayores con los que contar para poner puestas en escena. Seguro que
todos los aquí presentes están además revestidos de responsabilidad, espíritu
de sacrificio y amor al arte. Savia nueva para un tiempo que se nos había
tornado viejo.”
Pero me equivoqué. Cuando llamaron para entrar en la sala
del curso, comprobé que cuatro y yo, cinco, nos adentrábamos en un aula donde
nos esperaba, un tanto triste y decepcionado, el ilustre maestro. Me acerqué a
él y lo saludé con respeto. Después le pregunté un tanto confuso acerca de por
qué no entraba el resto del personal. “¿A quiénes te refieres?” “A los que
andan en la puerta.” “Amigo, los de la puerta están ahí porque van a realizar
el examen oral de oposiciones a Magisterio.”
Me llamó la atención la respuesta. Y desde la ventana
cercana al pupitre donde yo me hallaba sentado, estuve más pendiente del ir y
venir de los opositores y familiares que de lo que el señor profesor de teatro
andaba explicando. Cuerpos que se movían nerviosos, cargados con mochilas
repletas de actividades pedagógicas, con apuntes en las manos. Veía rostros
desencajados, manos temblorosas, ojos a punto de estallar en lágrimas… Algo así
como espectros perdidos y asustados a la espera de ser llamados para la
guillotina.
Cuántas horas de estudio. Cuántas semanas de academia.
Cuantos dineros en libros, temarios, fotocopias, materiales, encuadernaciones…
Cuántas noches de insomnio. Cuántos sacrificios. Cuántos días de oscuridad, de
desesperanza, de depresiones. Cuántos desamparos y cuántas ganas de morirse.
Cientos, miles de chicos y chicas con carreras, licenciaturas, doctorados, másteres,
cursos formativos, idiomas, publicaciones… luchando a muerte por sacar una
plaza de maestro de educación infantil que le pueda aportar algo más de mil
euros al mes. Y a su lado, cientos y miles de padres y madres en vilo, temiendo
lo peor, clamando al cielo, ofreciendo velas, dando su vida si fuera necesario
con tal de ver a sus hijos del alma con un trabajo.
En el primer descanso que tuvimos, quise interesarme por la
situación. Me acerqué entonces al tablón de anuncios: Pruebas escritas: Tribunal
1: Presentados, 169. Aprobados: 42. Tribunal 2: Presentados: 174. Aprobados:
51. Tribunal 3: Presentados: 159. Aprobados: 36. ¡Dios, qué escabechina! Pero
bueno, supongo que, al menos, todos o casi todos los que han aprobado el
escrito tendrán un puesto de trabajo fijo. Pero alguien a quien pregunto me lo
aclara: “Sólo uno por tribunal obtendrá plaza.” ¿Uno? ¿Sólo uno por tribunal? ¿Quieres
decir que de 502 presentados aquí –y eso mirando sólo este instituto de Sevilla–
obtendrán plaza solamente 3? ¿Y no se le cae a nadie la cara de vergüenza? ¿Se
puede jugar así con los sentimientos, las esperanzas y las ilusiones de los
jóvenes? ¿Se puede alguien en esta sociedad sentir orgulloso de dónde hemos
llegado?
Me sentí tan afectado que me acerqué a una de las puertas
donde un joven de alrededor de treinta años exponía su programación y la unidad
didáctica que por sorteo la había correspondido. Y lo hacía con maestría, con
conocimiento, con desparpajo, apoyándose en un amplio y rico material por él
mismo confeccionado. Al salir, empapado en sudor, la novia se acercó a él con
lágrimas en los ojos para abrazarlo... “¿Qué tal?” “Bien, lo he hecho muy bien,
pero no servirá de nada... Ya con ésta van cuatro. Y este año volverá a suceder
lo mismo, ya lo verás.” Le decía el joven opositor mientras se perdían camino a la desolación y
la impotencia.
De golpe, salió también de otra aula una chica muy enfadada
porque el tribunal le había cortado la exposición de la unidad didáctica por
pasarse de la media hora establecida y no la habían dejado concluir la
exposición. “No hay derecho. Juegan con nosotros. Todo por una plaza, que
luego, de seguro, es para algún enchufe… ¡Una guerra, eso es lo que tiene que
venir, una guerra…!”, le decía con ira a sus padres que andaban esperándola
consumidos.
Yo me sentí tan mal, tan unido a ellos en la lucha contra esta
causa tan injusta, tan indigna y tan cruel, que decidí no volver a entrar en la
clase de teatro y coger el coche para regresar lo antes posible a mi casa, mientras
me decía: Y luego hay quienes se preguntan por qué el populismo crece como la
espuma… Pues aquí tienen la respuesta, amigos, que es muy sencilla: porque la
desesperación lleva al suicido.
Así está la cosa hoy en día, ni mas ni menos. Saludos desde Benacazón de una familia que te aprecia.
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