Decía el gran Ingmar Bergman que “envejecer es como escalar una montaña, las fuerzas disminuyen, pero la
mirada es más libre y la vista más amplia y serena”. Y es verdad. Conozco a
muchas personas que después de una vida muy activa en sus respectivas
profesiones y labores sociales, políticas y culturales, después de llegar a una
cierta edad, han optado por retirarse a su particular monasterio de Yuste, en
donde vivir sus soledades y sueños personales con el fin de dejar crecer sus
alas en pura libertad sin impedimentos ególatras y alcanzar una vista más
infinita y en calma.
Toda persona que traspasa los sesenta, en mayor o menor
medida, sabe que por mucha buena salud que goce, está mucho más cerca del
atardecer que del sol del mediodía, y no digamos del de la mañana, y que la
tierra anda ya construyéndole un cobijo hondo para su reposo infinito. De ahí
que las personas mayores se hagan más sabias, más valientes, menos miedosas, y
de ahí también que tomen la decisión de olvidarse de los poderosos y poner fin
a cualquier tipo de pleitesía a los impresentables. Igual piensan que es la
hora justa de dejar de acudir a compromisos que no van ni con sus ideas ni con sus
convicciones. Ni a actos que organizan quienes sólo se acuerdan de ellos cuando
buscan les sirvan de relleno, de bulto o de notorios palmeros. También toman la
decisión de dejar de tragar sapos y que por no molestar, por no crear
problemas, por mantener unidades de grupo, han tenido que devorar en infinitas
ocasiones.
Y es por ello también por lo que huyen de lo chabacano y
mediocre que tanto nos invade y tanto se fomenta. Y de las falsas estructuras
altruistas que parten de necesidades económicas pidiendo ayudas y subvenciones
y que no son más que disfraces para esconder bajo las apariencias de los soles
dorados intenciones y réditos espurios, elegantes tapaderas del baúl de las
codicias farisaicas. Y huyen de los laberintos de los intereses creados. Y de
las sectas ideológicas que se atribuyen la autoridad moral de las cosas y
enjuician y etiquetan según seas o no de su onda. Y huyen de los que sólo se
acuerdan de tocar las campanas el día que ellos van a dar la misa. Y de los que
se las dan sin ser nada. Y de los que se ocultan en la capa de hacer por los
demás cuando lo hacen por ellos mismos. Y de aquéllos que quieren aparentar lo
que no son para que los que son los dejen entrar en sus círculos de
influencias, poder y honores. Y de los que creen que los pueblos les
pertenecen. Y de los que buscan los primeros sitios y aparecer en todas las
fotos. Y de los que están ebrios de sillones y moquetas para su propio
beneficio.
Y todo esto me lo terminaba de confirmar un viejo amigo, periodista
jubilado y pintor, el otro día, al encontrármelo por la calle cuando me
disponía a acudir a una conferencia a la que me sentía obligado por un compromiso
con el organizador y pedirle que me acompañara. “Lo siento –me dijo–, pero a bastantes
conferencias he ido ya por narices. Estoy cansado de entrar en el círculo de
las parafernalias, de las modas pasajeras, de las cartas marcadas, de para
quedar bien… Y me da igual lo que piensen y lo que digan… Ahora creo en lo que
quiero, y pienso como deseo, y escribo y pinto lo que me parece. Ahora voy y
vengo, asisto, realizo, salgo, entro y acudo… donde me da la gana. Sin más.”
Y le di la razón. Y se la di hasta el extremo de darme media
vuelta y marcharme a mi casa. Al encuentro de un libro que me esperaba y que
una amiga mi había regalado la semana anterior: “Azúcar amargo”, de Christopher
Hartley.
Y es que eso es lo que estamos viviendo, una especie de azúcar
amargo, una dulce apariencia que al tragarla te deja siempre un regusto a
agrio, a desasosiego, a disconformidad, porque nos la comemos en la mesa de la
más grandiosa hipocresía. Y al probarla todos decimos que es dulce, pero al quedarnos
solos la escupimos porque está llena del mal sabor del egoísmo, el vacío y la falsedad.
Más tarde, al acostarme, meditando sobre lo que me había
sucedido, me vino a la mente el pensamiento del poeta Emerson, cuando decía: “La madurez es aquella edad en que uno ya no
se deja engañar por sí mismo”. Y pensé:
¡qué razón lleva! Después, dejé volar los sueños y me dormí feliz. Y es que,
al fin y al cabo, es eso: que los años no perdonan… O mejor dicho, como decía el
anuncio aquél: que te dan alas.
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