Es sábado por la tarde. Llego con el coche hasta la salida de Úbeda. Aparco en la Carralancha. Andando, busco, un día más, el camino de la antigua vía. Me adentro en él contemplando el bellísimo paisaje que me muestra los mares de olivos, las sierras, el valle del Guadalquivir y la ciudad de sueños. Cruzo túneles y puentes. Después de las lluvias el sendero se muestra muy irregular. Espero y deseo que, algún día, los gobernantes hagan de este camino un hermoso y adecentado paseo por el que caminar y hacer deporte, algo así como una especie de senda verde o trayecto de recreo en el que disfrutar los padres con los hijos, los mayores, los enamorados, los soñadores, los deportistas, los poetas… El esfuerzo costará algo, pero merecerá la pena.
La quietud en la lejanía, junto a la soledad, también es cierto que impone. La población queda lejos. Ayer fue el día del libro y fiel a la tradición me compré una pequeña antología poética de Vicente Gaos que llevo en el bolsillo y me pongo a leer bajo un olivo. Gaos es un extraordinario poeta, además de ensayista y estudioso de las letras. Dio clases de Literatura en varia universidades del mundo. Y murió joven, a los sesenta y un años. No muy conocido por el gran público porque tuvo la mala suerte de nacer en 1919, por lo que le tocó vivir de pleno la guerra y la posguerra, así como realizar la mayor parte de su obra literaria durante el franquismo. Algo que para los gobernantes y etiquetadores despóticos e intolerantes de hoy es todo un pecado que condena, en mayor o menor medida, al ostracismo y la exclusión. Y más aún si, como él, compone poemas religiosos, sin tener en cuenta siquiera el contenido, la hondura o el significado.
Cierro el libro. Camino de nuevo. Gran poeta este Gaos, me digo. Uno más de entre los grandes poetas de siempre. Geniales escritores. Excepcionales artistas… Y así, pensando en todo esto, veo a lo lejos el coche. Me acerco a él. Llego cansado, sudoroso, fatigado. Respiro hondo. Me repongo. Me monto y arranco. Y, al hacerlo, como siempre va la radio encendida, escucho la noticia: Con motivo del día del libro se han vendido más de un millón de ejemplares. Me alegro, aunque lo que hace falta es que de ese millón se lean, al menos y en verdad, la mitad, y no sirvan solo para adornar alguna de las estanterías de la casa y llenarse de polvo.
Salgo de la Carralancha y me adentro por las calles de Úbeda. Ahora, de entre los libros más vendidos, vamos a decirles los que ocupan los primeros puestos. Permanezco atento. Vamos a ver si alguno de los diez primeros libros más vendidos es de poesía. Pero nada. Ni el diez, ni el nueve, ni el ocho… Me da pena. Cómo puede un género literario tan bello tener tan pocos lectores. La poesía no vende. Me respondo. Tampoco hay interés por comercializarla. Lo mismo es también porque la poesía que hoy se hace no interesa, la han desvestido de esencias para convertirla en prosaica, fría, jeroglífica y aburrida, sin musicalidad ni emoción ni sentimiento ni elegancia.
El locutor dice una serie de títulos y autores que, la verdad, apenas si conozco. Hasta que escucho decir: Y el libro que ocupa el primer puesto en el ranking de más vendidos es de un autor muy conocido por todos… Y quien habla hace una pausa larga. Me da tiempo a pensar. Vamos a ver, será… y por mi mente pasan, a cámara rápida, como fantasmas con pluma y papel en las manos, imágenes de grandes escritores del pasado y del presente, intelectuales prestigiosos, doctores filólogos, miembros de la Real Academia, arquitectos de las letras con alta formación… ¿Quién será el que ocupa ese trono de honor del primer puesto…? ¡Qué emoción! ¡Qué nervios! Hasta que por fin oigo decir:
El libro más vendido no es de un autor, sino de una autora: ¡Paz Padilla!
Y de golpe escucho un tremendo: ¡¡Zas!! Mi coche se ha salido de la calzada y se ha estrellado contra una farola. La broma me ha salido cara. ¿La broma? Menuda broma.
Y luego decimos que cómo puede alguien querer salir en los programas basura de la televisión.
¡Madre mía, cuánto bobo en esta sociedad de cínicos!
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