Andrea es un mujer culta de algo
más de cincuenta años, soltera, delicada, libre…
Nació en Úbeda y tras licenciarse
en arquitectura y formar parte de un estudio urbanístico, marchó a Estados
Unidos, donde ha realizado proyectos importantes y se ha hecho de un nombre.
Tras más de veinte años sin pisar
su tierra natal, decidió este verano hacer un viaje y poder volver a pasear por
aquellas calles de niña y adolescente. Pasar por el colegio de La Milagrosa y
del instituto San Juan de la Cruz, donde realizó sus estudios. Cruzar por las
plazas históricas. Volver a pisar el albero de la vieja plaza de toros para ver
una película. Tomar un helado en “Los Valencianos” y recordar aquellos polos de
hielo de chocolate que sabían a gloria… Y, cómo no, bajar a Santa María para
rezarle a la Virgen, porque, aunque ahora su fe anda más cercana al
agnosticismo que a otra cosa, no dejaba de ser un homenaje a su madre que tanto
insistía en sus años jóvenes en que la visitara en su capilla para agradecerle
los muchos bienes recibidos… También bajó a “La Cava”, donde con dieciséis
años, su primer amor y ella grabaron sus iniciales sobre la piedra de un banco
cercano al mirador…, y que no llegó a encontrar.
Y junto a una prima a la que
visitó por sorpresa, decidió acudir también al mercadillo de los viernes. Qué
ilusión le hacía. Ella, acostumbrada a grandes recintos comerciales y
establecimientos de alto trato, quería experimentar las sensaciones de
adentrarse entre los tenderetes improvisados en las aceras cercanas a un parque
de unos comerciantes dados al regateo y a la picaresca. Y tener la ilusión de
comprarse alguna baratija, o cinturón, o incluso unas medias para luego
presumir de ello en su ciudad repleta de rascacielos.
Y se adentró en el espacio del surrealismo,
de la mujer que todo lo ofrece barato, del hombre que da tres pagando dos… Y
ella, allí, entre el bullicio, con su sombrerito blanco con adornos de encaje
sobre su cabeza para evitar el sol implacable, con su mochilita a las espaldas,
con su bolso dentro, conteniendo monedas y unos cuantos billetes grandes de
euro que había cambiado en una entidad bancaria por dólares…
Y le gustó un fular color verde
claro con dibujos de caballos blancos…
Cinco euros, le pidieron. Ella
miró a la prima como diciéndole que le gustaría regatear pero que no se
atrevía. La prima habló: tres euros. Ni pensarlo. Pues entonces nada. Pero qué
dices. Es lo que hay. Bueno, ni para una ni para otra, cuatro. Trato
hecho.
Y ya con el pañuelo color de la
esperanza en sus manos, trató de descolgar la mochila de la espalda, abrirla y
sacar el bolso…, y, oh sorpresa, todo había desaparecido por arte de birlibirloque.
Por el amor de Dios, ¿cómo han
podido quitarle la mochila que llevaba colgada y sujeta con sus correspondientes
tirantes con todo dentro sin darse cuenta absolutamente de nada? ¿Pero esto qué
es, un mercadillo de buena gente que se gana la vida o un teatro de magia
miserable?
Hay quien dice que es un espacio para
la “entretenta” de personas sencillas en donde se apostan aves rapaces al
acecho, halcones ruines y buitres rastreros dispuestos a clavar sus garras inmisericordes
en el corazón de sus presas a las que no tienen más que ver a distancia para
señalarlas.
Y lo malo de todo no es el
dinero. Que la vayan dando. Sino los documentos de identidad, el móvil con
todas sus fotos de vida y de recuerdos, con su amplia agenda repleta de números
de trabajo, familia y amistades, el pasaporte, las tarjetas de crédito, la llave magnética de la habitación del hotel,
y hasta un antiguo reloj de bolsillo que heredó de su padre y que era su
talismán, su enlace sentimental con la persona a la que más quiso y respetó en
su vida.
La policía solo le dijo que si
quería que pusiera una denuncia, pero que en realidad daba igual. Esto sucede
todos los viernes en Úbeda. Y en todos los pueblos el día que corresponde. Hoy
le ha tocado a usted y mañana les tocará a otros. Van siempre envueltos en el
grupo y hay complicidad. Mientras unos distraen, otros actúan. Son profesionales.
Le pueden quitar una pulsera o un reloj de la muñeca con tres cerraduras de
seguridad en un segundo y sin que se entere… Lo mismo, algunas veces lo hacen,
se quedan con el dinero y tiran lo demás en un contenedor, en un jardín o en un
buzón de correos… Espere unos días.
Andrea esperó una semana. Al
final se puso, bajo un calor asfixiante, a dar mil vueltas por mil lugares para
poder llegar por fin –enferma, por cierto– a la casa donde vive en el estado de
Illinois desde hace lustros.
“Maldita la hora en que volví a
pisar Úbeda.”
Fue lo único que le dijo a la
prima al despedirse de ella.
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