domingo, 18 de mayo de 2025

“POR SI LAS MOSCAS”. HISTORIA DE UN DICHO POPULAR



Algo de aterrador tenía ese caserón que hacía esquina al final de la calle. 

Hace tiempo vieron introducirse a un gato por la rendija de la puerta principal y no salir vivo de allí. Cuando entró el dueño solo pudo contemplar a su felino en los huesos, como si hubiera sido devorado por un ejército de roedores. Pero nada se veía. Todo lo más, casi imperceptibles, puntitos de excremento de moscas por los rincones.

 

Mas no se le dio mayor importancia. Al fin y al cabo, aquella era una casa vieja, abandonada, casi en ruinas. No era extraño que anduvieran por su interior ratas, mosquitos, lagartijas y bichos raros… 

Lo que había que hacer es derruirla cuanto antes. Ya se le había dado parte al ayuntamiento para que la derribara o bien exigiera hacerlo a sus dueños. Los mandamases realizaron algunos trámites y en qué se vieron para localizar a uno

de los propietarios, ya muy anciano, habitante en el otro extremo del mundo. Que hagan con el caserón lo que quieran. 

 

Pero nada se hizo. De ahí que hace cuatro meses, la pandilla de los bromistas de la aldea, que fantaseaban con que la casona estaba embrujada, encerrasen una noche dentro de ella al perro pastor del cabrero sin que este lo supiera, sacándolo del redil a base de engañarlo con huesos de pollo. 

 

Cuando el pastor se despertó y fue a preparar el atajo, su Cris no estaba. Lo buscó por todas partes. No podía pastorear. Sin su perro guardián ni un paso al frente. Finalmente, alguien dio posibles y probables pistas y se acercó al viejo caserón encantado. Golpeó la puerta con fuerza, con rabia. ¡Cris!, ¡Cris!…, ¿estás ahí? ¡Venga, vamos, que se nos hace tarde y las cabras tienen hambre…!

 

Pero nada, Cris no contestaba. Fue entonces cuando forzó la puerta, que se le abrió sin mucho esfuerzo, como si alguien lo hubiera hecho ya antes. Y entró. 

 

La escena fue escalofriante. Su perro, grande, robusto y peludo, hábil y listo como pocos…, estaba allí, ya sin ojos, sin lengua, sin hocico…, medio devorado… Pero ¿por qué? ¿Por quién? Y lo de siempre, allí no había más que numerosas arañas por las paredes, algunos pequeños excrementos de no se sabía bien qué… y moscas, unas pocas moscas muertas por el suelo. 

 

Pero lo malo no fue la muerte del can, después de todo solo se trataba de un pobre animal. Lo peor vino más tarde. Y eso sí que fue verdaderamente trágico y gravísimo.

 

Como la puerta del viejo caserón ya no volvió a cerrarse debidamente, no se le ocurrió al hijo pequeño del alcalde una mejor ocurrencia que salir de su casa, situada en la parte alta de la calle, recién estrenada, con columnas a la entrada, terraza y piscina, y meterse en el interior de la otra casa en ruinas de la esquina empujado por la juguezca y la curiosidad. 

 

Serían las seis de la tarde y hacia calor cuando lo echaron de menos. Lo buscaron por todos los rincones de la casa. Y ni rastro. Madre mía, qué traviesos son los críos, y más los que andan con seis años a la espalda, que no tienen todavía pleno uso de razón y andan tan ligeros de equipaje que la mochila que cargan a las espaldas es más bien de viento que de otra cosa… o como si fuera alas para desaparecer en segundos de nuestra vista y nuestras vidas. 

 

¿Dónde se habrá metido este crío? ¿Estará jugando al escondite? Y respiraron algo más tranquilos cuando comprobaron que la piscina estaba serena y limpia, sin al menor rastro que la perturbara. No hay que temer. Por aquí no hay mayores peligros. Tampoco si ha salido a la calle. Este pequeño pueblo es muy plácido, apenas si pasan coches. Tampoco hay por los alrededores pozos, ni socavones peligrosos, ni ríos, ni serpientes venenosas…

 

Y tras mirar de nuevo, metro a metro por toda la casa, armarios, camas, mesas… se marcharon a buscarlo por los alrededores cuando ya estaba cayendo la tarde y las sombras se alargaban finísimas por el suelo como lápices infinitos. Hasta que desaparecieron por completo bajo el resplandor amenazante de una luna en plenilunio.

 

Los padres estaban ya para que les diera algo. Los vecinos cansados y desconcertados. Sobre todo, Luciano, el viejo labrador que sabía más que nadie de injertos, de la maduración de los frutos y de las cabañuelas… Tanto sabía que, estando sentado en el suelo, al lado del munícipe, derrotado por el fracaso y en espera de que amaneciera pronto para continuar la búsqueda, vio cruzar una mosca enorme cuyo zumbido lo perturbó. Y más cuando, segundos después, empezaron a cruzar, como en bandada, más de treinta, o cincuenta, o cien…, o mil…

 

–¡El caserón! ¡No hemos mirado en el caserón! –gritó Luciano como quien ha recibido un mensaje divino–. Lo mismo el niño se ha escondido dentro. 

 

Como centellas salieron todos hacia la vieja y aterradora casa. La puerta estaba entreabierta, no mucho pero sí lo suficiente como para que cupiera el cuerpecito de una criatura con el esqueleto de goma. Luciano entró el primero. Ágil y rápido… Por lo que fue él quien vio, a la luz de las estrellas y la luna llena, antes que nadie, la gran nube que cercaba y aprisionaba el cuerpo del angélico tirado en el suelo. Una nube horrorosa y sanguinaria, criminal, formada por millares de moscas, negras, grises, verdes, azules, grandes, locas y ciegas…  

 

Aún no había amanecido cuando llegó el comisario que se tuvo que desplazar desde la capital de la comarca. Esa noche se había acostado tarde, por su cumpleaños, y mire usted por donde, cuando había cogido el sueño, después de alguna copita y más de un canapé, lo despertaron. Es mala suerte, cuando se suceden noches de meses enteros sin que suceda nada de particular. 

 

¿Qué ha ocurrido aquí? Preguntó el comisario mientras se acercaba a la puerta del vetusto caserón con la intención de entrar. Y sucintamente se lo explicaron. ¿Entontes no ha sido un crimen? En cierto modo no, pero sí. ¿La causa exacta de la muerte? Todavía no ha llegado el forense, pero según hemos podido ver ha sido atacado por insectos…, especialmente por…, había cientos, miles, señor comisario, millones…; cuando entramos aquello parecía una nube espesa y enloquecida, demoniaca… Pero ahora, sin entender la causa, ni dónde se han metido, no hay ninguna. Solo se halla el cuerpo presente y frío, destrozado, del pequeño. No hemos querido tocar nada hasta que no llegara usted, el juez y el forense.    

 

–Bien hecho –respondió el señor comisario, un tanto aliviado, sudoroso, aflojándose el nudo de la corbata–. Bien hecho. Yo me quedaré aquí, frente a la casona, hasta que lleguen ellos. Gracias.

 

–Pero señor comisario, ¿es que no va usted a entrar dentro del caserón para inspeccionar e investigar los hechos?

 

–No. No. Qué va. De ninguna manera. Me quedaré aquí fuera… Yo ahí no entro… por si las moscas.          

 

   

 

 

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